AMISTAD DE JUVENTUD, ALICE
MUNRO
Club de
lectura, Biblioteca Municipal de Camargo
Jueves,
30 de abril 2015
Dirigido por Anaí Martínez Valinete
Dirigido por Anaí Martínez Valinete
1. La vida secreta de Alice Munro, Elvira Lindo (4 DIC 2010)
La gran autora de las
letras canadienses y una de las mejores cuentistas regresa con el deslumbrante Demasiada
felicidad.
Fue en 1961 cuando en el periódico The
Vancouver Sun apareció un reportaje sobre una joven escritora, Alice
Munro, que había ido construyéndose una cierta reputación literaria publicando
cuentos en revistas o vendiéndolos para la radio pública canadiense.
Munro tenía entonces treinta años. En la foto que abre la entrevista vemos a una mujer atractiva con sus dos hijas, de siete y cuatro años. Aunque el simple hecho de que le dedicaran un espacio en la prensa muestra que comenzaba a ser reconocida como escritora de gran talento, el titular que encabeza el reportaje delata un profundo anacronismo: "Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos". En la misma entrevista ella cuenta cómo aprovecha el tiempo de siesta de las niñas para escribir en el cuarto donde ha colocado el cuaderno y la máquina. Esa habitación propia que Virginia Woolf estableció como primordial para que una mujer accediera a una vida plena estaba situada en el caso de Munro en el cuarto de la plancha. Su hija Sheila cuenta en un libro original y conmovedor (Vida de madre e hijas. Creciendo con Alice Munro) cómo cuando ella y sus hermanas irrumpían en aquella habitación su madre retiraba el cuaderno a un lado, como si quisiera dar a entender que estaba haciendo algo tan prosaico como la lista de la compra. Hoy, a sus casi ochenta años, Munro, tan esquiva como entonces, despliega una especie de maternidad no deseada pero real sobre todos los escritores canadienses. Bautizada en su país como "nuestra Chéjov", Alice Munro construyó la base del realismo moderno canadiense, que en el país vecino, Estados Unidos, se había cimentado mucho antes; pero, además, la penuria de una niñez rural en la provincia de Ontario hace que su propio recorrido vital y el que cuenta en sus historias se hayan convertido, con el tiempo, en un espejo que agranda la vida de las personas humildes. Munro ha escrito en alguna ocasión que no necesita elaborar ni embellecer a sus personajes: "La vida de la gente es suficientemente interesante si tú consigues captarla tal cual es, monótona, sencilla, increíble, insondable". Sólo quien no tiene perspicacia para ahondar en el alma humana hace una distinción entre personajes fascinantes, con brillo social, y aquellos que parecen destinados a caer en el olvido. Estos últimos son los que pueblan el mundo imaginario de Munro, los que mejor conoce, aquellos entre los que se crió, a los que deseó ser infiel, luchando por poner tierra por medio y estudiar en la universidad, y a los que ha sido tozudamente fiel desde su literatura. Munro creció en el seno de una familia presbiteriana, no fanáticos religiosos pero sí personas de una ética muy estricta. Mientras que en Estados Unidos, el elefante dormido al otro lado de la frontera, la religión siempre estuvo aliada con la ambición económica, en estas familias de pioneros escoceses el trabajo era un fin en sí mismo y mostrar un excesivo interés por el dinero o hacer evidente cualquier tipo de veleidad ajena a la vida común era considerado un pecado de vanidad. Su padre, Robert Laidlaw, que trató infructuosamente de sacar adelante un criadero de zorros, era un hombre humilde pero amante de la literatura. Procedentes de una tradición de grandes lectores de la Biblia los Laidlaw escribieron diarios que se han convertido en auténticos relatos de la dura vida de los pioneros. La escritura sin vanidad. Esa fue la escuela moral de la joven Alice. Y a pesar de que en su propia peripecia vital se resumen los grandes cambios que para la mujer supuso el siglo XX -de la necesidad de casarse para huir de su destino a convertirse en una mujer emancipada en los setenta-, su manera de entender el oficio literario sigue estrechamente unida a la moral presbiteriana: trabajar sin hacer exhibición de los logros, casi secretamente. No es casual que la biografía que sobre ella escribió Catherine Sheldrick lleve por título A double life. Una vida doble, aquella que todos veían, la de esposa y madre, y otra tan oculta como firme y poderosa, la que le proporcionaba esa mente fantasiosa que le permitió crearse una existencia paralela desde los 12 años. Hace unos tres años publicó La vista desde Castle Rock en donde rendía homenaje a sus antepasados, acompañándoles en su viaje de Escocia a la nueva patria. Los amantes de la literatura de Munro se alarmaron cuando esta afirmó que dejaba para siempre la escritura. Por fortuna, se sintió incapaz de adaptarse a la vida de "las personas normales". Hubo de reconocer que a esas alturas de su vida no sabía hacer otra cosa. El resultado de ese regreso es este deslumbrante Demasiada felicidad, diez relatos que contienen el universo de Munro y algo más: una mujer que visita en la cárcel a un marido que le mató a sus tres hijos; una viuda que abre la puerta a un asesino; una madre que reencuentra a un hijo tras años sin tener noticias de él; dos mujeres que comparten un recuerdo inconfesable de cuando eran niñas... Todos ellos arrastrando decisiones o recuerdos que les marcaron la vida, sobreviviendo al desastre, sobreponiéndose a la adversidad como sólo saben hacerlo los personajes nada heroicos. Hay momentos en los que el lector siente que se le hiela la sangre. Sin estridencias, en apenas una frase que a menudo pasa desapercibida en una primera lectura, Munro ofrece una clave que dará luz a la historia. No son cuentos para el lector desatento. Es una escritura engañosa en su sencillez, bella y extraña, que exige una entrega en la lectura y, a menudo, una relectura para entender más hondamente lo leído. Dijo un crítico canadiense que Alice Munro "inventa la realidad". En este caso ha inventado o dado luz a una realidad sombría: "Espero que los lectores no encuentren estos relatos muy lúgubres, pero la vida casi siempre es dura". Los amantes de la literatura de Munro no esperamos otra cosa que su mirada, realista en el sentido más noble, universal como sólo pueden serlo las historias locales, cruda y siempre misteriosa.Pero es curioso que el menos munroniano de todos los relatos es el que da título al libro. Es la historia de una matemática y novelista rusa de últimos del XIX, Sofía Kovalevski, que Munro encontró por azar y de la que quedó prendada. Aunque el paisaje es ajeno a Munro, la escritora pone en boca de Sofía uno de esos pensamientos que a menudo asaltan la mente de las mujeres de sus cuentos: "Cuando un hombre sale de una habitación deja todo detrás, cuando una mujer lo hace lleva todo lo ocurrido en esa habitación con ella". Cuando leía esta suerte de novela rusa comprimida me aventuré a pensar que la escritora había tenido en mente a Chéjov mientras la escribía. Buscando en las entrevistas que le hicieron en su país me encontré con este curioso comentario que la delata como mujer apasionada y sincera: "Mientras lo escribía pensaba si Chéjov se habría enamorado de mí de haberme conocido. Creo que no, a los hombres no les gustan las mujeres como yo. Pero quién sabe, él finalmente se casó con la actriz Olga Knipper que arrastraba su propia fama, así que... Sí, es posible que yo le hubiera gustado".
Munro tenía entonces treinta años. En la foto que abre la entrevista vemos a una mujer atractiva con sus dos hijas, de siete y cuatro años. Aunque el simple hecho de que le dedicaran un espacio en la prensa muestra que comenzaba a ser reconocida como escritora de gran talento, el titular que encabeza el reportaje delata un profundo anacronismo: "Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos". En la misma entrevista ella cuenta cómo aprovecha el tiempo de siesta de las niñas para escribir en el cuarto donde ha colocado el cuaderno y la máquina. Esa habitación propia que Virginia Woolf estableció como primordial para que una mujer accediera a una vida plena estaba situada en el caso de Munro en el cuarto de la plancha. Su hija Sheila cuenta en un libro original y conmovedor (Vida de madre e hijas. Creciendo con Alice Munro) cómo cuando ella y sus hermanas irrumpían en aquella habitación su madre retiraba el cuaderno a un lado, como si quisiera dar a entender que estaba haciendo algo tan prosaico como la lista de la compra. Hoy, a sus casi ochenta años, Munro, tan esquiva como entonces, despliega una especie de maternidad no deseada pero real sobre todos los escritores canadienses. Bautizada en su país como "nuestra Chéjov", Alice Munro construyó la base del realismo moderno canadiense, que en el país vecino, Estados Unidos, se había cimentado mucho antes; pero, además, la penuria de una niñez rural en la provincia de Ontario hace que su propio recorrido vital y el que cuenta en sus historias se hayan convertido, con el tiempo, en un espejo que agranda la vida de las personas humildes. Munro ha escrito en alguna ocasión que no necesita elaborar ni embellecer a sus personajes: "La vida de la gente es suficientemente interesante si tú consigues captarla tal cual es, monótona, sencilla, increíble, insondable". Sólo quien no tiene perspicacia para ahondar en el alma humana hace una distinción entre personajes fascinantes, con brillo social, y aquellos que parecen destinados a caer en el olvido. Estos últimos son los que pueblan el mundo imaginario de Munro, los que mejor conoce, aquellos entre los que se crió, a los que deseó ser infiel, luchando por poner tierra por medio y estudiar en la universidad, y a los que ha sido tozudamente fiel desde su literatura. Munro creció en el seno de una familia presbiteriana, no fanáticos religiosos pero sí personas de una ética muy estricta. Mientras que en Estados Unidos, el elefante dormido al otro lado de la frontera, la religión siempre estuvo aliada con la ambición económica, en estas familias de pioneros escoceses el trabajo era un fin en sí mismo y mostrar un excesivo interés por el dinero o hacer evidente cualquier tipo de veleidad ajena a la vida común era considerado un pecado de vanidad. Su padre, Robert Laidlaw, que trató infructuosamente de sacar adelante un criadero de zorros, era un hombre humilde pero amante de la literatura. Procedentes de una tradición de grandes lectores de la Biblia los Laidlaw escribieron diarios que se han convertido en auténticos relatos de la dura vida de los pioneros. La escritura sin vanidad. Esa fue la escuela moral de la joven Alice. Y a pesar de que en su propia peripecia vital se resumen los grandes cambios que para la mujer supuso el siglo XX -de la necesidad de casarse para huir de su destino a convertirse en una mujer emancipada en los setenta-, su manera de entender el oficio literario sigue estrechamente unida a la moral presbiteriana: trabajar sin hacer exhibición de los logros, casi secretamente. No es casual que la biografía que sobre ella escribió Catherine Sheldrick lleve por título A double life. Una vida doble, aquella que todos veían, la de esposa y madre, y otra tan oculta como firme y poderosa, la que le proporcionaba esa mente fantasiosa que le permitió crearse una existencia paralela desde los 12 años. Hace unos tres años publicó La vista desde Castle Rock en donde rendía homenaje a sus antepasados, acompañándoles en su viaje de Escocia a la nueva patria. Los amantes de la literatura de Munro se alarmaron cuando esta afirmó que dejaba para siempre la escritura. Por fortuna, se sintió incapaz de adaptarse a la vida de "las personas normales". Hubo de reconocer que a esas alturas de su vida no sabía hacer otra cosa. El resultado de ese regreso es este deslumbrante Demasiada felicidad, diez relatos que contienen el universo de Munro y algo más: una mujer que visita en la cárcel a un marido que le mató a sus tres hijos; una viuda que abre la puerta a un asesino; una madre que reencuentra a un hijo tras años sin tener noticias de él; dos mujeres que comparten un recuerdo inconfesable de cuando eran niñas... Todos ellos arrastrando decisiones o recuerdos que les marcaron la vida, sobreviviendo al desastre, sobreponiéndose a la adversidad como sólo saben hacerlo los personajes nada heroicos. Hay momentos en los que el lector siente que se le hiela la sangre. Sin estridencias, en apenas una frase que a menudo pasa desapercibida en una primera lectura, Munro ofrece una clave que dará luz a la historia. No son cuentos para el lector desatento. Es una escritura engañosa en su sencillez, bella y extraña, que exige una entrega en la lectura y, a menudo, una relectura para entender más hondamente lo leído. Dijo un crítico canadiense que Alice Munro "inventa la realidad". En este caso ha inventado o dado luz a una realidad sombría: "Espero que los lectores no encuentren estos relatos muy lúgubres, pero la vida casi siempre es dura". Los amantes de la literatura de Munro no esperamos otra cosa que su mirada, realista en el sentido más noble, universal como sólo pueden serlo las historias locales, cruda y siempre misteriosa.Pero es curioso que el menos munroniano de todos los relatos es el que da título al libro. Es la historia de una matemática y novelista rusa de últimos del XIX, Sofía Kovalevski, que Munro encontró por azar y de la que quedó prendada. Aunque el paisaje es ajeno a Munro, la escritora pone en boca de Sofía uno de esos pensamientos que a menudo asaltan la mente de las mujeres de sus cuentos: "Cuando un hombre sale de una habitación deja todo detrás, cuando una mujer lo hace lleva todo lo ocurrido en esa habitación con ella". Cuando leía esta suerte de novela rusa comprimida me aventuré a pensar que la escritora había tenido en mente a Chéjov mientras la escribía. Buscando en las entrevistas que le hicieron en su país me encontré con este curioso comentario que la delata como mujer apasionada y sincera: "Mientras lo escribía pensaba si Chéjov se habría enamorado de mí de haberme conocido. Creo que no, a los hombres no les gustan las mujeres como yo. Pero quién sabe, él finalmente se casó con la actriz Olga Knipper que arrastraba su propia fama, así que... Sí, es posible que yo le hubiera gustado".
2. Lisa Allardice (New York Times)
"En la infancia hay que apartarse de lo
que la madre quiere o necesita"
Alice Munro, Premio Nobel de Literatura 2013,
repasa en esta entrevista su dura infancia y su carrera literaria. “Ya no puedo
seguir escribiendo: en dos o tres años voy a ser muy vieja”, dice.
Satisfecha. La escritora en su cocina de Ontario, Canada, en
junio de 2013. “Me apena no haber escrito una novela, pero me alegra haber
escrito todo lo que escribí”, dice
Decir que Alice Munro inspira devoción entre sus
lectores es más que un clisé. Para Jonathan Franzen es "la Grande".
Para Margaret Atwood, "una santa literaria internacional". Para la
revista New Yorker, donde se publican sus relatos desde la década de 1970, es
"nuestra bendición". Luego de años de consternación respecto de
"por qué su excelencia excede ampliamente su fama", como escribió
Franzen en un apasionado artículo de 2004 que publicó el New York Times, el
martes 10 de diciembre sus admiradores por fin podrán quedar satisfechos. Munro
es Nobel de Literatura. Su hija Jenny viajará a Suecia para asistir a la
ceremonia en representación suya porque Munro, que tiene en la actualidad
ochenta años, no se encuentra en condiciones de hacerlo. Es la decimotercera
mujer y la segunda canadiense (si se cuenta a Saul Bellow, que emigró a los
nueve años) a la que se otorga el premio. "Tuvimos que esperar más de un
siglo, pero por fin se le otorga un Nobel a una escritora de cuentos",
dice Franzen.
"No creo que pueda seguir escribiendo.
Dentro de dos o tres años voy a ser muy vieja y estaré muy cansada", dijo
Munro cuando la entrevisté luego de la publicación de La vista desde
Castle Rock, en el pueblo de Goderich, cerca del lago Huron, la zona
donde ha vivido y sobre la cual ha escrito casi toda su vida. "¿Cuánto de
mi vida he pasado en este camino, qué otra cosa podría haber hecho, cuánta
energía le he sacado a otras cosas? Es muy raro pensarlo ahora, ya que mis
hijos son mayores y ya no me necesitan, pese a lo cual de algún modo siento que
sólo he vivido una parte de esta vida y que hay otra que no he vivido."
Fue a esa altura del año que me encontré con ella y almorzamos en Bailey's Fine
Dining, donde lleva a editores y periodistas (y donde almuerza todos los lunes
con su amiga Emily). Nos sentamos a su mesa de siempre junto al bar mientras
hablaba sobre libros, acerca de la escritura y la historia de su vida. Una
banda sonora de los años 20 reforzaba el ambiente nostálgico del lugar, pero en
ocasiones amenazaba con tapar su voz segura y suave en mi grabación. "Apago
las luces y cierro. Hace mucho que vengo aquí." Seguimos hablando mientras
afuera el cielo del sur de Ontario se oscurecía cada vez más y tomamos copas de
vino blanco con agua mineral. Su esposo Gerry –un hombre alto de camisa
leñadora roja-vino a buscarla y ella le pidió que esperara afuera y escuchara
"El lago de los cisnes" en el auto hasta que termináramos. "No
se preocupe; le encanta la música".
Gerry murió en abril de este año, y en julio
Munro anunció su retiro. Sin duda su salud es todo un tema. Cuando su editor
canadiense, Doug Gibson, recibió su recopilación Dear Life, de
2012, dijo que sabía que sería su último libro y que esta vez hablaba en serio.
Comprende una coda a los cuatro últimos relatos: "Creo que son lo primero
y lo último –además de lo más exacto- que tengo que decir sobre mi propia
vida."
"En muchos sentidos, he escrito relatos
personales toda la vida", dijo en Bailey's. Si se es un admirador de
Munro, se estará al tanto de los problemas de la granja de zorros y visones de
su infancia en la época de la Depresión, de la casa al final del camino y la
enfermedad de la madre –Parkinson a los cuarenta y pocos años-, de la beca para
la universidad, su temprano casamiento con un estudiante intelectual, la
maternidad muy joven y el divorcio. También se reconocerán las marcas de la
vergüenza y la culpa en todas las recopilaciones. "Crecí en una comunidad
en la que había vergüenza", dice, haciendo referencia a su infancia rural
presbiteriana escocesa-irlandesa. "Decimos que hay cosas que no pueden
perdonarse o que nunca nos olvidaremos de nosotros" escribe en la última
línea de Dear Life sobre el hecho de que no lograra visitar a su madre durante
la última enfermedad de ésta ni asistir al entierro. "Pero lo
hacemos", continúa, con su característica insistencia en una verdad
absoluta. "Lo hacemos todo el tiempo."
"Es probable que los sentimientos sobre mi
madre sean el material más profundo de mi vida", dice. "Creo que en
la infancia hay que apartarse de lo que la madre quiere o necesita. Hay que
seguir el propio camino, y eso fue lo que hice. Por supuesto, ella estaba en
una posición muy vulnerable, lo cual en cierto sentido era también una posición
de poder, de modo que eso fue siempre algo central en mi vida: que me alejé de
ella cuando más necesitada estaba. Pero sigo pensando que lo hice para
salvarme."
La enfermedad de su madre significó que se hizo
cargo del trabajo de la casa y de cuidar a sus hermanos menores desde que tenía
nueve años. "Quería que la casa estuviera siempre limpia. Cocinaba los
sábados y planchaba la ropa de todos. Era una forma de mantener la
respetabilidad. En un plano superficial era muy buena con mi madre, pero nunca
me permití entrar en su esquema de cosas, ya que entonces me habría quedado y
me habría convertido en la persona que llevaba la familia hasta su muerte, y
para ese momento habría sido demasiado tarde para irme.
Munro suele hablar en términos de huida,
ocultamiento y disimulo. Ya en ese momento encontraba una primera forma de
escape a través de la lectura y la escritura, si bien sólo en su cabeza. No
escribió nada durante mucho tiempo porque "me preocupaba que pudiera ser
tan decepcionante o malo" que terminara por abandonar.
Después de reescribir La sirenita para darle un
final más feliz, avanzó a una "continuación" ("debe haber
muchísimas") de Cumbres borrascosas. Le gustaba la forma en que el paisaje
formaba parte de la historia, y sabía que era el tipo de libro que quería
escribir. "Mi Cumbres Borrascosas era un Canadá muy reconocible que
injerté en Yorkshire." A pesar de no haber leído la novela de Emily Bronte
desde hace más de cuarenta años, todavía puede citar pasajes enteros, y en una
elocuente pista sobre el ángulo desde el cual aborda un relato, reflexiona:
"Todos piensan que querrían ser Cathy, la mujer que Heathcliff amaba, no
Isabella, la mujer con la que se casó, ¿verdad?"
La madre de Munro, una ex docente, es una
criatura dominante e insatisfecha que recorre su ficción. Su padre, si bien no
tenía reparos en dar una paliza a los hijos, constituye una figura más
atractiva. Era "adicto a los libros", leía todos los domingos por la
tarde y hasta publicó sus propios libros al jubilarse.
Si bien tuvo una infancia difícil, Munro insiste
en que no fue particularmente infeliz. "Existía el mundo privado" de
la escritura al cual siempre podía retirarse. "Es una suerte nacer en un
lugar donde nadie escribe, ya que entonces se puede decir: 'Escribo mejor que
todos los demás en el colegio secundario. No se tiene idea de la
competencia." Ella y su amiga Atwood tienen "una teoría" para
dar cuenta de la fuerte generación de escritoras canadienses a la que
pertenecen (Carol Shields, que murió en 2003, era otra amiga). Habría sido
impensable que los muchachos de la zona rural de Canadá de esa época fueran
intelectuales, dado que "los límites de la masculinidad eran muy
estrechos." Por su parte, se alentaba a muchas mujeres, como la madre de
Munro y como ella misma, a estudiar y convertirse en maestras. "Fue así
que cuando las mujeres empezaron a escribir novelas en Canadá no hubo ningún
problema. Eso no quería decir que los hombres iban a leer nuestras novelas, por
supuesto, sino que era aceptable que las mujeres fueran escritoras."
De vuelta a su infancia, "lo peor que podía
hacerse era llamar la atención", por lo que no dijo nada sobre sus
ambiciones. Obtuvo una beca para la Universidad del Oeste de Ontario, algo casi
inédito en una chica de su ciudad de Wingham. En el primero de sus
"períodos de disimulo" se inscribió en un curso de periodismo porque "todos
saben lo que hacen los periodistas" y pasó dos años felices en "un
escondite" del fastidioso trabajo doméstico. No era para Munro el escape a
París al que recurrió otra cuentista canadiense, Mavis Gallant, nueve años
mayor que ella y procedente de un ámbito más sofisticado. "Cuando se vive
en un lugar como Wingham, se tienen muy pocas oportunidades de salir",
dice. "Si se espera hasta los treinta años, una se vuelve demasiado tímida
y es muy poco lo que sabe del mundo, por lo que nunca se concreta. Por eso me
fui. Me casé, lo cual fue una decisión muy afortunada."
Ese frío pragmatismo no debe sorprender a los
lectores de los cuentos de Munro. En "The Beggar Maid",
por ejemplo, Rose acepta casarse con Patrick, pusilánime pero privilegiado,
"porque no parecía probable que volvieran a hacerle una oferta de ese
tipo." En esos días, dice Munro, "si no se estaba casada a los
veinticinco años, se era una fracasada- Desde el colegio secundario sentía que
no le caía bien a todo el mundo. Por eso pensé: 'Le gusto a alguien. Un milagro.'"
Como destaca el narrador en "Chance"
haciendo referencia a Juliet, que aparece en un trío de relatos
autobiográficos: "El problema residía en que era una chica. Si se casaba
–lo cual podría pasar, y no era nada fea tratándose de una becaria; en absoluto-,
desperdiciaría todo lo que había trabajado, y si no se casaba era probable que
se volviera sombría y aislada, con lo que perdería atractivo a los ojos de los
hombres."
Tenía veinte años cuando se casó con Jim Munro,
que era gerente de las grandes tiendas Eaton's. La pareja se instaló en el
norte de Vancouver, y para cuando cumplió los veintiséis años, Munro tenía tres
hijas. La segunda, Catherine, murió cuando tenía apenas dos días. Una cuarta,
Andrea, nació nueve años después. "Por eso estuve bastante limitada a los
veintitantos." Pero leyó "todas las novelas europeas que había que
leer", así como a los escritores góticos –Eudora Welty, Flannery O'Connor,
Carson McCullers-, cuya influencia es evidente en su trabajo. Por eso aprovechaba
cada momento libre –"las siestas (de las niñas) eran muy
importantes"- para escribir. En sus memorias, Vidas de madres e hijas,
Sheila Munro recuerda que su madre escribía "en un lavadero, y su máquina
de escribir estaba entre un lavarropas, un secarropas y una tabla de planchar.
En realidad, podía escribir prácticamente en cualquier lugar de la casa."
La escena constituye casi una caricatura que ilustra el rótulo de "relatos
domésticos" que a Munro le ataron al cuello como un delantal (ese título
apareció en una reseña del New York Times en 1983). En 1961, después de
publicados algunos relatos en pequeñas revistas y de que se los leyera en
radio, el Vancouver Sun publicó un artículo sobre ella titulado: "Un ama
de casa encuentra tiempo para escribir cuentos."
En 1963 la familia se trasladó a Victoria, en la
isla de Vancouver, donde Jim Munro abrió una librería, Munro's Book Store, las
celebraciones por cuyo quincuagésimo aniversario coincidieron con el anuncio
del Nobel. Ahora sostiene que "ser un ama de casa" y no tener que
preocuparse por un empleo ni por el ingreso fue lo que le hizo posible
escribir. De todos modos, recuerda haber visto en un negocio La mística
femenina, de Betty Friedan, que acababa de publicarse, y haber tenido miedo de
leerlo porque era "sobre la renuncia, y yo estaba en un momento en que
temía haber renunciado, ya que no había publicado nada. Fue entonces cuando caí
en la depresión."
Esa sensación de asfixia se manifestaba en
síntomas físicos: "No puedo respirar. No puedo respirar. Tengo que tomar
un sedante", dice al evocar su desesperación en la calma de Bailey's.
Durante unos dos años, "escribía parte de una frase y luego tenía que
detenerme. Había perdido las esperanzas, la fe en mí misma. Tal vez era algo
que tenía que experimentar. Supongo que era porque todavía quería hacer algo
importante, importante a la manera de los hombres."
Por "importante" se refiere a escribir
una novela. "Trataba una y otra vez de escribir una novela, pero nunca
funcionaba. Después de que se publicaron mi segundo, tercer y cuarto libros,
las editoriales seguían esperando que escribiera una novela. Yo sentía que
estaba perdiendo el tiempo." La mañana que nos encontramos, dijo que
acababa de leer una reseña de una novela corta en New Yorker y se preguntaba: "¿qué
tan corta?" En un momento, dice su agente, Virginia Barber, que hace mucho
que dejó de pedirle una novela, "sus relatos se extendieron tanto que casi
lo logramos."
¿Aún lamenta no haber escrito una novela?
"Sí, me apena no haber escrito muchas cosas, pero me alegra haber escrito
todo lo escribí, ya que cuando era más joven hubo un momento en que existieron
muchas probabilidades de que nunca escribiera nada. Estaba demasiado
asustada."
En 1968, Munro publicó su primera recopilación,
La danza de las sombras felices, que comprendía todos los relatos que había
escrito en los anteriores quince años. (El cuento que da título al libro hizo
llorar a Atwood porque "era muy bueno"). Un domingo por la tarde del
año siguiente, Jim, que "sentía que en mi había algo bueno que se estaba
desperdiciando", la envió a la librería a escribir con la promesa de que
él prepararía la cena. "La verdad es que preparar la cena no era su punto
fuerte –hacía buenas albóndigas, pero era lo único que sabía cocinar-, aunque
de todos modos lo hizo y yo bajé a la librería. Al principio me resultó muy
difícil, porque estaba rodeada de todos esos libros. Los libros la disuaden a
una de escribir, pero logré ignorarlo." El resultado fue La vida de las
mujeres, que suele calificarse de su única novela pero que ella describe como
"sólo una serie de relatos vinculados."
Atribuye el fin de su bloqueo al descubrimiento
de Edna O'Brien y William Maxwell, quien le dio permiso para escribir
"sobre la familia y sobre la propia historia, y para hacerlo una y otra
vez, sin importar lo que la gente diga, y aprender cada vez más sobre eso. Una
vez dijo que había obtenido todo el material que necesitaba a los ocho años de
edad, porque en ese momento murió su madre."
En O'Brien reconoció "el dolor del
amor" con su madre, así como una comunidad igualmente sofocante en la
Irlanda católica: "algo relacionado con la vida de los márgenes del
imperio británico, donde se habla la lengua pero no se forma del todo parte de
ese mundo. Inspirarse en O'Brien, dice, "es mucho más reconfortante que
inspirarse en Cumbres borrascosas. Es el mundo real."
O'Brien también le dio valor para escribir sobre
sexo. Todo el que conozca a Munro sólo por su reputación –madres infelices y
solteronas de pueblo- se sorprendería al comprobar lo buena que es al escribir
sobre el sexo. "Enamorarse, calentarse, engañar cónyuges y disfrutarlo,
decir mentiras sexuales, hacer cosas vergonzosas por un deseo irresistible,
hacer cálculos sexuales sobre la base de la desesperación social: pocos
escritores han explorado esos procesos de forma más minuciosa e
implacable", escribe Atwood. Al escribir sobre la sexualidad femenina,
dice Munro, "se hace algo de lo que no se enorgullecerá a nadie. Cuando se
escribe se siente la necesidad de ir lo más lejos posible. Una siente que está
mal, a pesar de lo cual no lo lamenta."
Luego llegaron los años 70, y una generación más
joven derrumbó de la noche a la mañana las normas contra las que se habían
rebelado adolescentes de posguerra como O'Brien y Munro. Pero eso no significó
que las mujeres que se habían convertido en buenas amas de casa de los años 50
cuando tenían apenas veintitantos años no se sintieran inquietas. "A los
treinta y tantos años, aún éramos jóvenes, y sentíamos que la vida no había
terminado. Fue una verdadera revolución, tanto para los hombres como para las
mujeres. La gente empezó a tener aventuras y a pensar que la vida podía ser
mucho mejor, o diferente." En 1973, el matrimonio de Munro fue una de las
tantas víctimas de la nueva actitud. "Era lo que había que hacer",
dice como si tal cosa.
Tenía algo de dinero en el banco y un tercer
libro a punto de publicarse, pero por primera vez en su vida tenía que pensar
en ganar dinero, por lo que aceptó un trabajo como docente de escritura
creativa en la Universidad de York en Toronto. Sólo duró hasta Navidad, porque
"no era nada buena en eso. No lo soportaba." La docencia podrá haber
sido un desastre, pero el traslado al sur de Ontario fue un momento decisivo
para Munro, tanto en el plano personal como en el profesional. En un giro
narrativo que parecía salido de uno de sus relatos, se encontró con Gerry
Fremlin, que había sido editor de la revista estudiantil cuando Munro iba a la
universidad y era la primera persona a la que ella le había enviado su trabajo.
Fremlin le escribió como admirador, pero a ella le resultó decepcionante que él
sólo admirara su escritura. Se encontraron en Ontario y "tres martinis
después", cuenta, ya estaban juntos.
Al final de La vida de las mujeres hay un pasaje
muy citado y, en retrospectiva, profético: "La vida de la gente, en
Jubilee como en otros lugares, era aburrida, simple, asombrosa, insondable:
profundas cuevas tapizadas con linóleo de cocina. No se me ocurrió que un día
sentiría tantas ansias de Jubilee." Más de veinte años después de su
escape de Wingham, volvió a Clinton, a 30 kilómetros de esas "profundas
cuevas tapizadas con linóleo de cocina" de su infancia, esta vez a vivir
con Gerry en la casa donde éste había nacido porque su madre estaba enferma.
A partir de ese momento, "volcó su vida en
sus relatos", dice Gibson, con la que firmó contrató en 1976 y que ha sido
su agente desde entonces. "Cuando volvió, descubrió que ese era su mundo,
y el mundo que iba a informar su escritura durante el resto de su vida."
"Amo este paisaje", me dice. Gerry, que
es geógrafo, la ha ayudado a apreciarlo de nuevas maneras. "Empecé a
recordar más cosas que habían pasado aquí y creo que comencé a escribir relatos
más rigurosos." Sus historias se hicieron menos personales; su prosa, más
simple, mientras que la narrativa se volvió más extensa y compleja. Virginia
"Ginger" Barber se convirtió en su agente internacional a fines de
los años 70 y empezó a vender sus relatos a la New Yorker. Los primeros que
publicó la revista fueron "The Beggar Maid" y "Royal
Beatings". Su presencia es ahora tan habitual que un par de críticos se
han referido a sus relatos de forma algo irónica como "relatos breves de
clásico estilo New Yorker", populares, en opinión de uno de ellos, entre
los lectores urbanos "que se preguntan cómo era la vida en el campo."
Con los años, Barber observó que sus temas se fueron ampliando. "No hay
tanto énfasis en la relación madre-hija, aparecen el amor romántico y sus
complicaciones, así como los hijos. A medida que su vida cambiaba, también lo
hacían sus cuentos. No eran necesariamente autobiográficos, sino que reflejaban
las circunstancias." Cada tres o cuatro años aparecen recopilaciones, que
ya suman catorce.
Barber también fue responsable de la publicación
de Munro en Gran Bretaña. A Carmen Callil le entusiasmó la idea de que Munro
fuera uno de sus primeros contratos al incorporarse a Chatto procedente de
Virago en 1982: "Ginger me dijo: 'Te tengo un regalo maravilloso, la mejor
escritora que tengo', y era Alice Munro."
Cuando nos encontramos, Munro dice que le
preocupa un relato que pronto se publicará en la revista Harper's porque piensa
que el orden de los "segmentos" no es el correcto. "He estado
pensando tanto en eso, que quiero escribir a Harper's y pedir que me lo
devuelvan." Tiene un "estilo poco común que pasa por ir de A a M,
luego de J a C y después hasta la Z. Como por arte de magia, luego todo se
integra y adquiere un sentido perfecto", dice Gibson, que considera que su
principal papel es el de "arrancarle cada relato para poder
publicarlo." Munro ni siquiera tiene una habitación para ella, dice
Gibson, y trabaja en un pequeño escritorio austero en un rincón de la sala
principal ("Gerry suele preparar sándwiches más atrás"). "Hay un
lugar maravilloso en la planta alta de la casa", observa su editora
estadounidense, Ann Close, "desde el que puede ver el jardín y, más allá,
vías de tren y el campo, y es ahí donde elabora mucho de sus relatos."
Ginger Barber nunca llama antes de las once de la
mañana, ya que sabe que es la hora a la que escribe. Tiene una foto que
atesora, que llegó por correo junto con uno de los manuscritos, en la que se ve
a Munro sentada en el sofá en camisón, despeinada, escribiendo en un cuaderno
que tiene apoyado en la falda. "El lápiz se desliza por la página."
Escribe todo a mano, "tal como surge, y luego reordeno, reescribo y
reescribo. Me puede llevar por lo menos seis meses. Hasta me puede llevar un
año. Reescribo una y otra vez." Trabaja años en algunos relatos. Con
frecuencia transcurren en el pasado, y muchos lo hacen en los años 60 y 70
porque "fue el momento más turbulento e interesante que viví en el plano
personal." Cuando le pregunto si está siempre observando a la gente,
preguntándose sobre su vida y su historia, me contesta con un firme no.
"Siempre he tenido material suficiente. Tengo siempre material de
sobra." Sin embargo, le preocupa no seguir el ritmo de la época, no en
términos de "poblar" su trabajo de cosas modernas (un teléfono
celular hizo su primera aparición en un reciente relato), sino de la forma en
que habita sus personajes. "¿Cómo puedo seguir escribiendo si sé tan poco?
Es muy poco lo que sé de la vida de la mayor parte de quienes tienen en la
actualidad menos de treinta años. Tengo una idea de cómo es su vida en el plano
sexual, pero tampoco una idea muy clara."
Tanto sus relatos como su conversación reflejan
la preocupación por las limitaciones impuestas a las mujeres. "Mucha gente
me pregunta por qué no he querido ampliar mi perspectiva. Me dicen: 'Es tan
estrecha, todo transcurre en el lugar donde creció.' No dicen que es 'femenino'
–nadie se atreve a decirlo-, sino que es... personal, y se considera que es
algo que podría haber superado. Pienso que todo eso es basura, pero eso no
impide que sienta... ¿por qué no lo hice?"
No pone excusas por el hecho de escribir sus
relatos en los breves momentos de los que dispone una madre. Es su forma de
escribir, si bien piensa que puede tener alguna relación con saber que siempre
podrá terminar lo que empiece.
¿Por qué sus relatos son tan admirados?
"Tal vez escribo historias con las que la
gente se identifica; tal vez sea por la complejidad y las vidas que presento.
Espero que sean una buena lectura. Espero que movilicen a la gente. Cuando me
gusta un relato es porque tiene un efecto" -se lleva un puño cerrado al
corazón- "porque es un golpe directo al pecho." La descripción que
hace del efecto de "La dama del perrito", de Chejov, describe a la
perfección el suyo: el clima de la historia se nos mete en los huesos.
"Es algo maravilloso para mí y algo
maravilloso para el cuento", dijo a la fundación Nobel luego de que se le
otorgara el premio. "Suele minimizarse (el cuento) como algo que la gente
hace antes de escribir una novela (...) Me gustaría que pasara a un primer
plano sin ningún tipo de ataduras."
El domingo 21 de agosto de 2011 un tornado azotó
Goderich y demolió varias de las viejas construcciones. Bailey's fue uno de los
lugares más afectados. "Un caso de desaprobación divina", bromeó
Munro. Un accidente extraño, una tragedia personal; todo podría salir de las
páginas de un relato de Munro, entre otras cosas la estructura, así como la
vergonzosa demora entre mi entrevista y su publicación. "Me gustan los
hiatos; en todos mis cuentos hay hiatos", ha dicho Munro. "Parece ser
la forma en que se presentan las vidas de la gente."
(Traducción de Joaquín Ibarburu)
La rigidez moral de los 50
está presentes de un modo u otro en las historias del último libro de Alice
Munro, 'Dear life'
Al final o cerca del final de casi cada cuento de
Alice
Munro hay que regresar al principio. Un quiebro ha sucedido y la historia
ha cambiado de dirección tan bruscamente como si uno hubiera saltado unas
páginas y se encontrara leyendo otro cuento; algo queda tan inexplicado que uno
vuelve a las primeras páginas en busca de un nombre o de una información clave
en la que no reparó; o simplemente uno vuelve al principio por el gusto de leer
entera otra vez la historia, por el placer de observar con qué astucia y en
cada momento pequeños indicios fueron señalando —para quien prestara la debida
atención— que en realidad el cuento
era otro cuento, que por debajo de lo dicho discurría un caudal subterráneo
que es el rumor que le avisa a uno de que la literatura se escribe callando no
menos que contando, y que más allá de lo que vemos y escuchamos y de lo que
descubrimos en momentos singulares de lucidez o perspicacia hay cosas que no
sabremos nunca, espacios en blanco a los que no llegan el conocimiento ni el
recuerdo y que sería fútil rellenar con ficción.
Una mujer mayor que ha tenido algunos problemas
de memoria sin importancia llega al barrio desconocido para ella en el que está
la consulta del médico y descubre que ha olvidado en casa el papel donde apuntó
el nombre. Un veterano vuelve de la guerra en el verano de 1945 y cuando
después de un largo viaje a través de Canadá le falta menos de media hora para
llegar a su pueblo salta del tren en marcha, aprovechando que ha reducido mucho
la velocidad en una curva, y se acerca a una granja en la que vive una mujer
sola. Un ama de casa joven que ha publicado por primera vez unos poemas en una
revista es invitada a una fiesta de escritores en la que nadie le hace caso y
se emborracha tanto que tiene que sentarse en el suelo, y un desconocido la
ayuda a levantarse y la lleva a casa, y cuando ella va a salir del coche él le
dice que ha tenido la tentación de besarla. Una maestra muy joven viaja en
mitad del invierno hacia su primer trabajo en un sanatorio para niños
tuberculosos que está cerca de un lago helado. Un arquitecto joven, casado, con
hijos, se hace amante de la hija de un potentado local, y durante años él y
ella han de pagar el dinero del chantaje que les hace una criada que descubrió
el enredo por casualidad. Un niño ve que su hermana mayor está a punto de
ahogarse en una laguna y corre a pedir ayuda y luego no recuerda por qué motivo
se sentó en los escalones a la entrada de su casa en lugar de golpear la
puerta. Una mujer casada con un hombre doce años mayor que ella recibe a una
vendedora de cosméticos a domicilio, y cuando el marido, un profesor, un poeta
célebre, vuelve a casa, él y la vendedora se quedan hechizados mirándose porque
tuvieron una historia de amor muchos años atrás, cuando él era soldado y estaba
a punto de partir para la guerra.
Los años de la II Guerra Mundial, los tiempos
oscuros de la Gran Depresión, la rigidez moral de los cincuenta, el gran cambio
que sobrevino muy poco después, están presentes de un modo u otro en las
historias del último libro de Alice Munro, Dear life. El contraste del
ayer lejano y el ahora ha sido siempre uno de sus motivos centrales, y con él
la brusquedad de los cambios, en las costumbres y en las vidas, la libertad
conquistada o encontrada, sobre todo para las mujeres, y junto a ella una
desolación o una crudeza que habrían sido como el reverso inevitable de todo lo
que se ganó: las calles vacías y las tiendas cerradas en el corazón de las
pequeñas ciudades arruinadas por la omnipresencia del coche y de los centros
comerciales; los viejos que ayer mismo eran fuertes y jóvenes extraviados en
espacios impracticables que no comprenden; los nombres y las vidas de los
muertos que se disuelven rápidamente en un olvido que será definitivo cuando
desaparezcan también los últimos que los recordaban, o cuando el Alzheimer les
vaya borrando la memoria.
En libros anteriores, incluido el penúltimo, Demasiada
felicidad, Alice Munro se ha movido con solvencia entre un
mundo y otro, entre el presente observado con un máximo de agudeza y los
pasados sucesivos que se remontaban hasta su infancia e incluso más atrás,
hasta la memoria de los emigrantes escoceses que viajaban a Canadá en el siglo
XVIII dispuestos a sobrevivir en circunstancias durísimas, en un continente de
llanuras sin límite y de inviernos polares. Nacida en 1931, ella tuvo tiempo de
conocer la aspereza de aquellas vidas, antes de la prosperidad que trajo por
primera vez la guerra, antes de la calefacción central, los electrodomésticos,
las autopistas, la fiesta del consumo mezclada con la alegría de la
emancipación sexual.
Ahora, a los 81 años, es
lícito que en sus historias, las inventadas y las otras, prevalezca el pasado.
Eso no quiere decir que Alice Munro capitule a la nostalgia. Incluso su agudeza
es ahora más afilada porque ha ido todavía más lejos en el despojamiento de su
escritura, que ahora tiene brevedades lapidarias, frases comprimidas sin verbo
y párrafos que consisten en una sola palabra y un punto y aparte. Una palabra
del todo común o un nombre propio le bastan para titular la mayoría de los
cuentos: Amundsen, Gravel, Haven, Pride, Corrie, Train, Dolly, Night, Voices.
En cada uno de ellos están las fronteras visibles o secretas a las que se asoma
cualquiera en su vida, las que se dejan atrás y las que nunca llegan a
cruzarse, las que separan desde el nacimiento a los seres humanos, en pobres y
en ricos, en hombres o mujeres, en atrevidos o cobardes; la frontera entre el
que vive en la ciudad y quien ve sus luces desde lejos, entre el momento
anterior a un encuentro definitivo y lo que viene después, entre los actos
imaginados y los actos cumplidos, las palabras dichas y las que se quedan en el
silencio.
En la última sección del libro, Alice Munro, que
ha construido tantas ficciones con los materiales de su biografía, decide
atenerse a unos cuantos recuerdos explícitos, cuatro estampas separadas entre
sí que tienen algo de confesión y de despedida: “… las primeras y las últimas
cosas —y también las más fieles— que tengo que decir sobre mi propia vida”.
No son grandes experiencias, o no aparentan
serlo. Ni siquiera son historias con tramas definidas, con principio final.
Casi nada sucede en ellas, salvo las sensaciones de la infancia, esa mezcla de
percepción muy viva e información fragmentaria que llena de misterios unas
veces confortadores y otras amenazantes la vida de un niño. Y la lectura que
piden no es la de la prosa sino la de la poesía: un regreso al principio
después del final, una revelación de algo que no se agota porque está en las
palabras y un poco más allá de ellas.
4. Comentarios de Alice Munro:
-
“La
vida de la gente en Jubilee, como en todas partes, era aburrida, simple,
asombrosa e insondable, cuevas profundas cubiertas de linóleo de cocina”.
-
“Ya no sirvo
para una vida normal: he escrito tantos años que no se hacer nada más”.
-
“What
I want in a story is an admission of chaos”.
-
“Si vives lo
suficiente, descubres que con tus hijos has cometido errores que no te
molestaste en ver, además de los que viste perfectamente”.
-
“Cuando un
hombre sale de una habitación se deja todo en ella. Cuando sale una mujer se
lleva todo lo que ha ocurrido allí”.
5. El relato breve para Alice Munro es:
-
un fragmento
significativo de la vida (Naranjas y
manzanas)
-
la vida
carece de coherencia
-
visión
diferente de lo cotidiano
-
el relato es
solo una página de la vida: Alice Munro no puede escribir una novela sino
momentos, “trechos”
-
en sus
relatos, al igual que Virginia Wolf, Joyce y Proust, la acción es reemplazada
por la memoria. No hay cambios ni en la
acción ni en el movimiento de la historia sino reconstrucción de una situación
o un personaje
-
para A. Munro
el relato corto/cuento consiste en la
travesía que realiza un solo aspecto del mundo imaginario a través del
tiempo
-
la serie
biográfica temporal queda interrumpida y la representación de la vida humana se
lleva a cabo mediante la enumeración analítica
-
algunos temas
que se repiten: la soledad, la imposibilidad de comunicación, el aislamiento,
la no pertenencia, la otra realidad secreta, casi maligna, que nos rodea
-
personajes
marginales que el narrador va analizando
FICHA ELABORADA POR ANAÍ MARTÍNEZ VALIENTE
FICHA ELABORADA POR ANAÍ MARTÍNEZ VALIENTE
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