LA RIDÍCULA IDEA DE NO VOLVER A VERTE, ROSA MONTERO
1. Rosa Montero (1951)
Periodista y escritora española, cursó estudios de Filosofía y Letras y Ciencias de la Información. Su vocación por la escritura comenzó desde muy pequeña: víctima de la tuberculosis, apenas podía hacer otra cosa que leer y escribir sus propias historias. Lo que comenzó como un juego pronto se convirtió en un modo de vida.
Tras la universidad pasó a trabajar en el Diario Pueblo y a colaborar con distintas revistas, como Garbo o Hermano Lobo. De ahí pasó al periódico El País, donde desde 1980 ejerce como directora de El País Semanal. En ese mismo año, Rosa Montero recibió el Premio Nacional de Periodismo.
Su primera novela fue Crónica del desamor (1979), pero su primer gran éxito le llegó con Te trataré como a una reina (1983), que la aupó a los primeros lugares de las listas de ventas. En 1997 ganó el Premio Primavera por La hija del caníbal, libro que fue el más vendido de ese año, y se distribuyó de manera internacional.
En la actualidad sigue ejerciendo como directora del suplemento de El País con su estilo entre la literatura y el periodismo. Sus últimas novelas han variado desde la ciencia ficción -Lágrimas en la lluvia- a una mezcla entre novela íntima y biografía novelada -La ridícula idea de no volver a verte-.
Novelas
- Crónica del desamor (Debate, 1979)
- La función Delta (Debate, 1981)
- Te trataré como a una reina (Seix Barral, 1983)
- Amado amo (Debate, 1988)
- Temblor (Seix Barral, 1990)
- Bella y oscura (Seix Barral, 1993)
- La hija del caníbal (Espasa, 1997)
- El corazón del tártaro (Espasa, 2001)
- La loca de la casa (Alfaguara, 2003)
- Historia del Rey Transparente (Alfaguara, 2005)
- Instrucciones para salvar el mundo (Alfaguara, 2008)
- Lágrimas en la lluvia (Seix Barral, 2011)
- La ridícula idea de no volver a verte (Seix Barral, 2013)
- El peso del corazón (Seix Barral, 2015)
- La carne (Alfaguara, 2016)
Literatura infantil y juvenil
- El nido de los sueños (Siruela, 1991)
- Las barbaridades de Bárbara (Alfaguara Infantil, 1996)
- El viaje fantástico de Bárbara (Alfaguara Infantil, 1997)
- Bárbara contra el doctor Colmillos (Alfaguara Infantil, 1998)
Relatos
- Amantes y enemigos. Cuentos de parejas (Alfaguara, 1998)
En obras colectivas
- Doce relatos de mujer (con once autores) (Alianza, 1982)
- El puñal en la garganta (en el volumen colectivo Relatos urbanos, Alfaguara, 1994)
- Cuentos del mar (con ocho autores) (Ediciones B, 2001)
- Mañana todavía. Doce distopías para el siglo XXI. Editor: Ricard Ruiz Garzón. Autores: Juan Miguel Aguilera, Elia Barceló, Emilio Bueso, Laura Gallego, Rodolfo Martínez, José María Merino, Rosa Montero, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Javier Negrete, Félix J. Palma, Marc Pastor y Susana Vallejo. Fantascy: 2014.
Periodismo
- Periodismo y literatura (Guadarrama, 1973)
- España para ti para siempre (AQ Ediciones, 1976)
- Cinco años de país (Debate, 1982)
- La vida desnuda (Aguilar, 1994)
- Historias de mujeres (Alfaguara, 1995)
- Entrevistas (Aguilar, 1996)
- Pasiones (Aguilar, 1999)
- Estampas bostonianas y otros viajes (Península, 2002)
- Lo mejor de Rosa Montero (Espejo de tinta, 2005)
- El amor de mi vida (Alfaguara, 2011). Artículos publicados entre 1998 y 2010 en El País.
El último abrazo de Rosa Montero a Pablo Lizcano en El País
El periodista Pablo Lizcano acaba de morir. Acababa de cumplir 58 años. Con 33 años fue presentador, subdirector y guionista del programa de TVE Autorretrato, y al año siguiente se convirtió en director y presentador del programa de entrevistas y actuaciones en directo Fin de siglo (1985-87), que fue el que le convirtió en un personaje popular. Compartía su vida con la periodista de El País Rosa Montero. Este martes le dedica su columna: "Una vida":
“Un cabrilleo de agua y sol en el
mar, o quizá en una piscina. El cuerpo caliente y esponjoso como pan recién
hecho.
Sombras en la noche, una pesadilla.
Las manos de tu madre encendiendo el mundo, disolviendo los monstruos.
Ordenando las cosas.
Carreras jadeantes, frenéticas
risas, juegos de niñez en patios retumbantes.
Melancolía aguda de lo aún no
vivido. Intuición adolescente del resto de tu vida. Deliciosa tristeza.
La carne, un tesoro. El vertiginoso
misterio de los cuerpos. El amor estallando como una supernova y dejándote
ciego.
Y también el desamor: un agujero.
Una noche de agosto en pleno campo,
un alboroto de cigarras, una luna llena de color naranja que parece el decorado
de un teatrillo japonés, el tiempo por una vez piadosamente detenido. La
plenitud, que siempre es sencilla.
Mirar a un amigo, mirar a tu amante
y ver en sus ojos el pasado común. Contemplarte en los otros como en un espejo.
La serenidad que llega tras las
lágrimas. Y también todas las risas compartidas, los momentos de juego, las
carcajadas dichosas.
Todos los libros leídos, las
músicas gozadas, los besos recibidos. Y una conversación una tarde de invierno
comiendo chocolate frente a la chimenea.
La alegría de vivir. Y la fugaz y
espléndida belleza.
Una noche de angustia. Intuición de
la muerte. Una mano en la tuya. La cama es una balsa en mitad del naufragio.
Una novela leída al lado del lecho
de un enfermo mientras llueve.
Torbellinos de polvo en un rayo de
sol, un universo ínfimo.
Un cabrilleo de agua. El último
chispazo.
Esta poca cosa, o esta enormidad, es una vida”.2. La ridícula idea de no volver a verte (2013)
Género: Literatura de duelo, memorias, autobiografía, autoficción, escritura terapéutica
Temas:
- análisis y superación del duelo (Marie Curie/Rosa Montero)
- la escritura como posible terapia en un proceso de duelo
- mujeres y ciencia: Marie Curie
Personajes: Marie y Pierre Curie; Rosa Montero y Pablo Lizcano
Estilo: estilo periodístico, poco cuidado en ocasiones y un tanto desenfadado, con algunos toques de humor. Contiene fragmentos bellísimos como en la página 119 donde la escritora define al arte, en general, y a la literatura en particular como armas poderosas contra el Mal y el Dolor. Por todo ello, la obra resulta en su conjunto muy interesante, con una lúcida descripción del sufrimiento y el duelo pero que en ningún momento resulta morbosa. Creo que también está muy bien engarzada la relación entre el dolor de una mujer científica y el de la propia escritora por la pérdida de sus compañeros al igual que la denuncia de las dificultades de la investigación científica, especialmente para las mujeres.
3. La pérdida en la literatura.
ÉRASE UNA VEZ EL FIN: El poder de la literatura se erige frente al dolor de la ausencia. Repasamos grandes libros escritos después del desgarro.
Leila Guerriero, Babelia, EL PAÍS, 16 de agosto 2014
Escritos dos meses después, o dos años más tarde, o al pie de la cama donde yace la carne querida. Amparados en la piedad de las elipsis, o repletos de detalles drenados al recuerdo. Bajo la forma de diarios, de epístolas, de canciones de cuna con ardiente error de paralaje. Erizados de esquirlas de un incendio que no cesa. Hijos de un género al que nadie querría dedicarse. Libros. Libros que cuentan el fin (la muerte del padre, el tormento del hijo, la agonía tapizada de metotrexato) y que, para contar el fin, deben empezar por el principio. Y, para empezar por el principio, hay que recordar.
Y recordar duele.
“Tu hijo ha muerto y debes empacar una maleta
para viajar hasta donde te espera su cadáver. Y lo haces. Alguien te ayuda,
dice un pantalón negro, dice es mejor meter los zapatos en una
bolsa”, escribe la colombiana Piedad
Bonnett en Lo que no tiene nombre (Alfaguara).
“Me sigo preguntando cómo se escribe eso”, dice
Piedad Bonnett desde su casa en Bogotá. “Por momentos me digo: ‘¿Qué ser humano
soy yo, que soy capaz de eso?’. Cuando tuve la idea de escribir este libro me
escandalicé, me aterroricé. ¿Cómo puede ser que a los dos meses de la muerte de
Dani yo estuviera pensando en escribir esto?”.
Lo que no tiene nombre empieza con una
escena inocente: Bonnett, sus hijas y su marido entran a un departamento en el
que parecen haber estado antes. En la segunda página, Bonnett escribe: “Me
pregunto qué sucedió aquí en los últimos veinte minutos de vida de Daniel”. Dos
párrafos después, una pareja de vecinos pregunta si son parientes del
estudiante que se mató ayer. Y así, de una manera lateral, el lector entiende
que la autora está en el departamento de su hijo, y que su hijo se ha
suicidado. Más adelante, Bonnett describe la conversación con una funcionaria
que chequea datos para proceder a la donación de los órganos:
—La piel de la espalda.
—Sí.
—Los huesos de las piernas.
—Sí.
“Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de
labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía”.
“Lloré muchas veces mientras escribía esa escena.
Y dudé: ¿debo escribir esto? Pero yo creo que la vida es física, y era tan
contundente ese despedazamiento. Mientras escribía, tuve que tomar miles de
pequeñas decisiones narrativas, y esa fue mi salvación”.
Para reconstruir las horas que precedieron al
suicidio, Bonnett averiguó, juntó las piezas: a tal hora, Daniel habló con su
hermana, a tal otra subió a la terraza. Y eso, duro como fue, no lo fue tanto
como reconstruir los padecimientos previos a la muerte.
“Yo había lidiado diez años de incertidumbre, por
su enfermedad. Todavía hoy, cuando dicen ‘su hijo esquizofrénico’… La gente
tiene la idea de la esquizofrenia como último estado de locura, y eso me duele.
Fue muy duro escribir eso, era una confesión muy dura”.
***
La lista es larga y podría ser interminable. A El
libro de mi madre, de Albert Cohen (1954); Una muerte muy
dulce (1964) y La ceremonia del adiós (1981), de Simone de
Beauvoir; Una pena en observación, de C. S. Lewis
(1961); Desgracia impeorable, de Peter Handke (1972); Mortal
y rosa, de Francisco Umbral (1975); La invención de la soledad,
de Paul Auster
(1982); Mi madre, in memoriam, de Richard Ford
(1988), podrían sumarse títulos recientes, varios de ellos con ventas
importantes y muchas reediciones, como La ridícula idea de no volver a
verte (2013), de Rosa Montero; Tiempo de vida, de Marcos Giralt
Torrente (2010); El olvido que seremos, de Héctor Abad
Faciolince (2006); Lo que no tiene nombre, de
Piedad Bonnett (2013); La hora violeta, de Sergio del Molino (2013); Di su nombre, de
Francisco Goldman (2011); Canción de tumba, de Julián Herbert
(2011); Memorias de una viuda, de Joyce Carol
Oates (2011); Un mar de muerte, de David Rieff
(2008); Mi libro enterrado, de Mauro Libertella (2013); Ojalá
octubre, de Juan Cruz Ruiz (2007); Diario de un duelo,
de Roland Barthes (escrito entre 1977 y 1978, publicado en 2009); Mi
abuela, Marta Rivas González, de Rafael
Gumucio (2013); El año del pensamiento mágico (2005) y Noches
azules (2011), de Joan Didion. Libros que se internan en recuerdos tristes —el
rastro del cuerpo del niño en las sábanas vacías, las huellas de los dedos de
la mujer en el envase de champú— para hacer, de una pesadilla, una pieza de
literatura.
“La actual renovación de un género durante mucho
tiempo vilipendiado, el memoir de duelo, es quizás un síntoma de que
algunos escritores queremos reconquistar el territorio que ahora saquean los
gurús y los depredadores de lo cursi”, escribía el español Sergio del Molino en
Babelia en mayo de 2013. Del Molino, autor de La hora violeta
(Random House), nació en 1979. Eso quiere decir que era muy joven cuando
tuvieron lugar los acontecimientos que dieron origen a este libro, que comienza
así: “Mi hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó en el hospital, y estaba a
punto de cumplir dos años cuando arrojamos sus cenizas”.
“Durante ese tiempo yo tomaba notas sueltas”, dice
Del Molino, desde Zaragoza. “Mi mujer me dijo: ‘Tienes que escribir un libro
sobre esto, escribir es tu forma de estar en el mundo’. Si ella no me hubiera
animado, yo hubiera sentido pudor. El reto era que el texto no se me fuera de
las manos en clave melodramática”.
Después de aquel principio, el libro retrocede
hasta el momento en que los médicos diagnostican la leucemia y, a partir de
entonces, avanza en una trama pudorosa, falsamente explícita: “He aprendido a
sostener a Pablo en brazos sin que se obstruyan los muchos cables a los que
está conectado. Los cirujanos le han instalado un reservorio en una vena del
pecho y las enfermeras le pinchan en un botoncito que sobresale bajo su piel
amarillenta y descuidada”.
“Cualquiera que haya estado en ese universo de la
oncología pediátrica sabe que es mucho peor de lo que yo cuento. Pero había
cosas que no estaba dispuesto a contar”.
Sobre el final, Del Molino, por obra de una
elipsis, evita contar la muerte del hijo. Sólo dice: “Si Pablo fuera mi
personaje, no habría muerto”.
***
“Mi libro en realidad no es un libro de duelo”,
dice Rosa Montero. “Yo no hubiera escrito sobre la muerte de Pablo si no
hubiera surgido este libro, que habla de la muerte como contrapunto de la
vida”.
En La ridícula idea de no volver a verte
(Seix Barral), Rosa Montero cuenta la vida de Madame Curie a partir de un
diario que empezó al quedar viuda. La experiencia personal de Montero —su
marido, el periodista Pablo Lizcano, falleció en 2009— aparece en pocas
escenas, íntimas y discretas. En un momento, ella y él están en el hospital:
“Imagínate esa habitación de hospital en penumbra, los niquelados brillando con
un destello oscuro como de nave espacial (…), la soledad infinita”. Él abre los
ojos y dice dos palabras: un código de enorme intimidad. Y, punto y seguido,
Montero desbarata cualquier sensiblería: “Lo que acabo de hacer es el truco más
viejo de la humanidad frente al horror. La creatividad es justamente esto: un
intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza”.
“Es un dolor que siempre queda en la zona de lo
indecible. Pero se puede hablar de ese dolor, y de lo bello que hay en ese dolor.
Creo que esa es la función del arte: convertir carbones en diamantes”.
Hundir palabras en el dolor para que su materia
terrible suelte esquirlas luminosas, astillas de una última, posible, herida
belleza.
***
“Recuerdo la manera en que pronunciaba Frank cuando estábamos solos y cómo enciende mi corazón. Puedo escucharlo y sentirlo en mi interior, es casi un graznido suave acariciado por labios espléndidos, una vocal poco cargada que flota en su aliento hasta pasar la n y luego chasquea levemente la k. Pero en su escritura, en sus correos electrónicos, siempre me llamaba Paco”. La escritora mexicana Aura Estrada murió el 25 de julio de 2007, después de que una ola, en una playa del Pacífico, le produjera heridas irreparables. Su marido, el escritor estadounidense Francisco Goldman, se hundió en un proceso enloquecido —demasiado alcohol, demasiado sexo— y, seis meses después, empezó a escribir. El resultado es Di su nombre (Sexto Piso), donde Goldman expone el cuándo y el qué desde la primera frase —“Aura murió el 27 de julio de 2007”—, pero no dice el cómo hasta el final, cuando los dos entran al mar y sólo uno de ellos sale sano y salvo.
“Este libro fue escrito desde un trauma total”, dice Goldman, desde EE UU. “Después de su muerte yo fui diagnosticado con el síndrome de estrés postraumático, y en medio de eso empecé a escribir. Cada hombre tiene su oficio. Si yo hubiese sido médico, hubiera pasado un tiempo como loco, pero al final hubiera vuelto a trabajar. En mi caso, escribo. Mi deber era sentarme y escribir. Y no tenía ninguna otra cosa acerca de la cual escribir que no fuera Aura”.
Mauro Libertella es argentino, periodista, y en
2013 escribió Mi libro enterrado (Mansalva), donde cuenta la muerte de
su padre —Héctor Libertella, un escritor de culto en Argentina— y empieza, como
si la honestidad desde el arranque fuera imprescindible (‘A partir de aquí,
monstruos’, advierte el título del capítulo que abre La hora violeta),
yendo al grano: “Mi padre murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su
departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo”.
“Cuando
murió sentí que tenía ganas de escribir algo sobre eso. Empecé a leer libros
sobre la muerte del padre y pensé en escribir un libro de ensayos, alternando
capítulos con mi propia experiencia. Pero no salía. Y un día anoté quince
escenas que me interesaba contar de la muerte de mi viejo y de mi relación con
él. Y las fui escribiendo una por una”.
—¿Tomaste apuntes mientras tu padre estaba
enfermo?
—No me acuerdo. Si me venían ideas, supongo que habré
tratado de aplacarlas. Porque me debe haber parecido irrespetuoso tomar notas
mientras él estaba vivo.
“Empecé a escribir antes de que se muriera, eso
fue lo más gravoso”, dice Rafael Gumucio, desde Chile. “Necesitaba un final
para el libro. Y el final era que mi abuela se muriera”.
En 2013, Gumucio publicó Mi abuela, Marta
Rivas González (Ediciones Universidad Diego Portales), que cuenta la vida
de su abuela y su relación con ella hasta el día de su muerte. “Me entrenaba,
me aleonaba, pero cuando empezaba la pelea abandonaba mi rincón (…). Porque en
su desprecio por lo que yo escribía había ante todo preocupación, temor a verme
hecho polvo (…), quería ahorrarme todo eso porque no era su pupilo, ni su
alumno, ni su aprendiz de brujo: era su nieto”.
El proceso de escritura da sentido a todo lo que parece no tenerlo, pero, a la vez, exige chapotear en fango de dolor. Es probable que, del malestar que esa tensión produce, provenga una curiosa simetría: Una pena en observación, de C. S. Lewis, tiene 103 páginas; Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, 77; Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, 131; Noches azules, de Joan Didion, 150; Mi madre, in memoriam, de Richard Ford, 93. Como si nadie pudiera permanecer en ese territorio demasiado tiempo —como si estas fueran, desde el principio, historias que buscan su final—, casi todos son libros breves.
***
Un hombre o una mujer se despiertan cada día
dispuestos a escribir, a arrancar detalles del recuerdo: los mejores momentos
de una vida juntos. “Tenía un espacio entre los dientes superiores y un lunar
bajo el lado derecho del labio inferior (…) Era la chica latinoamericana de mis
sueños, pero diez años más tarde”, escribe Francisco Goldman acerca del momento
en que conoció a Aura Estrada. Un hombre, una mujer, se despiertan cada día
dispuestos a escribir, a arrancar detalles del recuerdo: la punción medular,
los vómitos, los aullidos. “(…) los doctores en Seattle entraron en su
habitación para decirle que el trasplante de médula había fracasado (…)”,
escribe David Rieff en Un mar de muerte (Debate), sobre la muerte de
su madre, Susan Sontag. “Mi madre gritó: ‘¡Pero esto significa que voy a
morir!’. Nunca olvidaré ese grito, nunca pensaré en él sin querer gritar yo
mismo”. ¿Cómo se escribe la muerte: en qué estado de lucidez, de horror, de
algarabía?
“Ha salido como un torrente”, dice Montero. “Lo
escribí en estado de gracia. No hubo momentos tediosos, sino momentos intensos,
y momentos más intensos todavía”.
“Escribir era una manera de no soltarla”, dice Goldman. “Estuve tres años escribiendo. Fueron años de oscuridad total y la única luz que existía era estar trabajando. La escritura era combatir el abismo”.
¿Cómo se escribe la muerte? ¿Azuzando el dolor,
punzando sus alas de dragón para que salga entero de su espantosa madriguera?
¿Velándolo de manera pudorosa? “Continúa sin cagar pero mea cada veinte minutos
(…) tengo que traer el cómodo y meterlo bajo sus nalgas, retirarlo cuando cesa
el sonido, limpiar el coño con un kleenex y vaciar luego los meados en
el inodoro”, escribe Julián Herbert en Canción de tumba. “Y
al cabo de seis semanas estaba muerta. No hay nada excepcional que contar al
respecto”, escribe en Mi madre, in memoriam, Richard Ford.
¿Cómo se cuenta la muerte: hay una forma? En 2004, Joan Didion empezó a
escribir El año del pensamiento mágico (Global Rythm), que comienza
diciendo: “No hice cambios en ese archivo desde que escribí esas palabras en
enero de 2004, dos o tres días después del suceso”. Tensando la cuerda del
suspenso por varias páginas más, sin aclarar de qué se trata ese suceso,
finalmente aclara: “Hace nueve meses y cinco días, aproximadamente a las nueve
de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne (…)
sufrió (…) un repentino y severo ataque al corazón que le causó la muerte.
Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad
de cuidados intensivos”. En agosto de 2005 su hija también murió, y Didion
volvió a escribir sobre eso en Noches azules (Random House), publicado
en 2011.
“En el libro”, dice Goldman, “están todas las
cosas que yo necesito para escribir una novela: patrones, ritmos, climas. Yo
quería un estilo muy transparente, que no se sintiera vanidoso”.
“¿Tengo derecho a escribir que mi madre y sus
hermanos fueron todos, en un momento u otro de sus vidas (o durante toda su
vida), heridos, dañados, desequilibrados?”, escribe Delphine de Vigan en Nada se opone a la noche
(Anagrama, 2012), un libro presentado como novela en el que escribe sobre su
madre después de encontrarla muerta en su departamento.
“Yo creo que no tendría que dar ninguna explicación”, dice Piedad Bonnett. “Alguien me dijo: ‘Escríbalo, pero ¿para qué publicarlo?’. Y yo dije que escribo para publicar, esto no es escritura terapéutica”.
Y un día, finalmente, hay que poner en marcha los relojes, deshacer el hechizo, y escribir the end. “En la medida en que estas notas pudieran suponer una defensa contra el colapso total (…) han dado algún resultado (…); y si no dejo de escribir esta historia en un momento determinado, por caprichoso que sea, no habría razón para que dejara de escribir nunca”, escribe C. S. Lewis en Una pena en observación (Anagrama), donde aplica una lente de aumento sobre su duelo después de la muerte de su mujer por un cáncer óseo.
“Uno escribe para no morir, o para que la gente no muera”, dice Gumucio. “El resultado de la escritura es paradójico. Yo pude hablar con los muertos, estar con mi abuela los últimos cinco años. Lo que no pude hacer es que estuviera viva”.
“Escribes porque está en el ADN del escritor”, dice Sergio del Molino. “Pero yo dilaté la escritura para no tener que enfrentarme a la habitación vacía de mi hijo. Para no salir a enfrentar la vida sin Pablo”.
“(…) Te nos rompiste, mi amor, y no sé cómo decirte lo siento”, escribe Del Molino. “Y ahora ni siquiera te voy a encontrar aquí, en la punta de mis dedos, mientras tecleo este libro que no quiero dejar de escribir (…). No sé qué haré sin estas páginas”.
Libros que terminan, quizás, por el mismo motivo por el que empezaron: porque no podía hacerse otra cosa.
LA RECONQUISTA DEL SENTIMIENTO
Sergio del Molino, Babelia, EL PAÍS, 18 de mayo 2013
Desde que las primeras vanguardias los pusieron
en cuarentena, los sentimientos han sido sospechosos. Llevamos más de cien años
renegando de las emociones intensas en la literatura. Teníamos nuestras
razones. Dos matanzas mundiales dieron la razón a quienes abominaban de una
concepción demasiado romántica del arte y de las letras. Hubo incluso quien
proclamó que escribir poesía después de Auschwitz era tan criminal como
Auschwitz mismo. La intimidad devino frívola. Las emociones, peligrosas. Adorno y su amigo Horkheimer lo dejaron claro en una de las
reflexiones sobre la cultura más influyentes del pasado siglo, Dialéctica
del iluminismo. Echaban la culpa de la destrucción misma del arte a la
industria cultural, que, en su insaciable búsqueda de oro, había consentido que
las emociones más primarias y abyectas embrutecieran a unas masas ya de por sí
muy embrutecidas. Atontaron a la gente —sostenían— con jazz sincopado y cine de
romances de baratillo, desintelectualizando la experiencia artística.
Los escritores reaccionaron con más intelecto.
Las emociones podían estar bien para las masas, pero el Arte con mayúscula
debía situarse por encima de ese sentimentalismo plañidero. Los autores
que abogaban por una exploración radical y solipsista de los sentimientos
fueron despreciados, especialmente, en Europa. Salvo Nabokov y alguna otra
excepción, los escritores que se miraban en el espejo de Marcel Proust parecían
decadentes y estrafalarios aristócratas que pedían a gritos que alguien les
guillotinara. En Europa, de la mano del existencialismo y sus muchos
post-ismos, la literatura se entregó a una competición de juegos florales cada
vez más metaliterarios y divorciados de los gustos populares. En Estados
Unidos, convivieron dos intensidades impostadas: la de la generación beat y su épica de los vagabundos, y la
del realismo sucio y su lírica de los barrios residenciales. La primera murió,
pero la segunda sigue marcando el tono de la narrativa contemporánea. En ambos
casos, sin embargo, se trataba de buscar la trascendencia a través de la
intrascendencia. Los alumnos de Kerouac buscaron la intensidad fingiéndose
mendigos y persiguiendo el éxtasis químico. Los alumnos de Cheever exploraron
esa misma intensidad contemplando la inanidad de una vida gris y adocenada sin
aventuras ni secreciones de adrenalina. Pero ni Kerouac ni Cheever se
enfrentaron a dolores groseros y totales. Sus dolores eran inaprensibles,
adolescentes y sutiles. Dejaron los dolores de alarido y lágrima gruesa al
bolero y a la telenovela.
Como la literatura renunció al sentimiento, los
mercachifles, los trileros y los nigromantes que se intitulan psicólogos colonizaron
ese territorio que los escritores entregaron al enemigo sin ofrecer
resistencia. Entre explosiones de cinismo y versiones bastardas del
distanciamiento de Brecht, nos quedamos solos, lamentando que las masas no
consintieran leer nuestras sofisticadas genialidades y nuestros inanes cuentos
de autoficción.
La actual renovación de un género durante mucho
tiempo vilipendiado, el memoir de duelo, es quizá un síntoma de que
algunos escritores queremos reconquistar el territorio que ahora saquean los
gurús y los depredadores de lo cursi. A través de unos relatos que, en el más
contenido y sobrio de los casos, siempre serán desgarradores, devolvemos a la
literatura parte de la intensidad a la que renunció cuando empezó a burlarse de
la hiperestesia de Proust. Al escribir sobre la muerte de nuestros amados y de
nuestros amantes, no solo nos entroncamos en una poderosa tradición que, en
castellano, empieza en Jorge Manrique, sino que resucitamos la capacidad de
emocionar. Un poder que los escritores literarios dosifican y parecen
usar con complejo de culpa.
NUEVE LIBROS SOBRE EL DUELO. UNA SELECCIÓN DE TÍTULOS HIJOS DE UN GÉNERO AL QUE NADIE QUERRÍA DEDICARSE.
Leila Guerriero, EL PAÍS, 16 de agosto 2014
Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013): luego del suicidio de su hijo, la colombiana Piedad Bonnett escribió este libro en el que narra su propio duelo, y la vida y la muerte de ese joven con vocación de artista plástico.
La hora violeta (Random House, 2013): Pablo, el hijo del escritor español Sergio del Molino, falleció a los dos años por causa de una leucemia. Del Molino cuenta su vida como padre en un libro que funciona como una larga carta al hijo muerto.
Di su nombre (Sexto Piso, 2011): el estadounidense Francisco Goldman perdió a su esposa, Aura Estrada, cuando una ola le quebró el cuello en la costa mexicana. La vida de Goldman devino un infierno, y este libro da cuenta de ese tiempo transcurrido en completa oscuridad.
Canción de tumba (Random House, 2011): a los pies de la cama en la que agonizaba su madre, el mexicano Julián Herbert comenzó a llevar esta suerte de diario que repasa los pliegues más difíciles de la relación entre ambos.
Mi libro enterrado (Mansalva, 2013): el argentino Mauro Libertella escribió este, su primer libro, después del fallecimiento de su padre, el prestigioso escritor Héctor Libertella, preguntándose cómo se puede escribir a la sombra de un padre genial.
Mi abuela, Marta Rivas González (Ediciones Universidad Diego Portales 2013): su abuela fue, para el chileno Rafael Gumucio, un personaje clave. Aquí cuenta su vida y su muerte, y la magnética influencia que ejercía sobre él.
El año del pensamiento mágico (Global Rythm, 2005) y Noches azules (Random House, 2011): la noche en que regresaban de visitar a la hija de ambos, que permanecía en coma en un hospital, el marido de la estadounidense Joan Didion cayó muerto a sus espaldas. Dos años después, su hija también murió. Estos dos libros funcionan en desquiciado espejo y cuentan esas experiencias.
Marie Curie |
4. Mujeres científicas.
LAS 10 MUJERES CIENTÍFICAS MÁS IMPORTANTES DE LA HISTORIA, Fernando Pino
En física, Albert Einstein e Isaac
Newton; en química, Melvin Calvin; en biología, Charles Darwin; en
sociología, Auguste Comte; en antropología, Claude Lévi-Strauss o Bronislaw
Malinowski; en matemáticas, Blaise
Pascal; en psicología, Sigmund Freud y así... Uno puede citar el
nombre de incontables científicos más que importantes dentro de cada disciplina
y, sean sus nombres populares o no, la realidad es que, generalmente, la gran
mayoría son hombres.
Pero ¿qué hay de
las mujeres científicas? ¿De las mujeres que a lo largo de la
historia han realizado espectaculares avances en las ciencias? Cada año, las
universidades forman miles y miles de futuras científicas, pero a la hora de
ocupar la primera plana, lo cierto es que nuestra sociedad las relega. Por eso
es que a continuación te presento esta lista con las 10 mujeres científicas más importantes de la Historia:
Hipatia de Alejandría fue la primera mujer en realizar una contribución sustancial al desarrollo de las matemáticas. Es necesario colocarla en esta lista pues fue una verdadera precursora y hasta una mártir como mujer de ciencias. Nació en el año 370, en Alejandría (Egipto), y falleció en el 416, cuando sus trabajos en filosofía, física y astronomía fueron considerados como una herejía por un amplio grupo de cristianos, quienes la asesinaron brutalmente. Desde entonces, Hipatia fue considerada casi que como una santa patrona de las ciencias y su imagen se considera un símbolo de la defensa de las ciencias contra la irracionalidad.
9. Jane Goodall
Valerie Jane Morris-Goodall nació en Londres, Inglaterra, en el año 1934. Primatóloga, dedicó toda su vida al estudio de los chimpancés. Jane realizó profundas y fructíferas investigaciones científicas sobre el comportamiento, el uso de herramientas y los modos de vida de los chimpancés. En 2003, sus trabajos fueron reconocidos por la comunidad científica con el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica.
8.Sophie Germain
Marie-Sophie Germain fue una matemática francesa que se destacó por su aporte a la teoría de números. Nació en París el año 1776 y falleció en 1831, dejando una amplia serie de aportes sumamente importantes sobre la teoría de la elasticidad y los números, entre otros: el de los números primos de Sophie Germain.
7. Emmy Noether
Amalie Emmy Noether podría considerarse como la mujer más importante en la historia de las matemáticas y, de hecho, así la consideraba Einstein. Nació en Erlangen, Alemania, en el año 1882 y falleció en el 1935 en EEUU, luego de ser expulsada por los nazis unos años antes. La figura de Noether ocupa un imprescindible lugar en el ámbito de las matemáticas, especialmente en la física teórica y el álgebra abstracta, con grandes avances en cuanto a las teorías de anillos, grupos y campos. A lo largo de su vida realizó unas 40 publicaciones realmente ejemplares.
6.Barbara McClintok
También de origen estadounidense, Barbara McClintock nació en Hartford en el año 1902 y falleció en 1992, dejando un importante descubrimiento en el campo de la genética. Barbara se especializó en la citogenética y obtuvo un doctorado en botánica en el año 1927. A pesar de que durante mucho tiempo, injustamente sus trabajos no fueron tomados en cuenta, 30 años más tarde se le otorgó el premio Nobel por su excepcional e increíblemente adelantada para su época teoría de los genes saltarines, revelando el hecho de que los genes eran capaces de saltar entre diferentes cromosomas. Hoy, este es un concepto esencial en genética.
5. Lise Meitner
Lise Meitner nació en la Viena del Imperio Austrohúngaro, hoy Austria, en el año 1878 y falleció en 1968. Fue una física con un amplio desarrollo en el campo de la radioactividad y la física nuclear, siendo parte fundamental del equipo que descubrió la fisión nuclear, aunque solo su colega Otto Hahn obtuvo el reconocimiento. Años más tarde, el meitnerio (elemento químico de valor atómico 109) fue nombrado así en su honor.
4. Augusta Ada Byron (condesa de Lovelace)
Más conocida como Ada Lovelace, Augusta Ada King, Condesa de Lovelace, fue una brillante matemática inglesa. Nació en Londres en el año 1815 y falleció en 1852. Absolutamente adelantada a su tiempo, la gran Ada fue la primera científica de la computación de la historia, la primera programadora del mundo. Ella descubrió que mediante una serie de símbolos y normas matemáticas era posible calcular una importante serie de números. Previó las capacidades que una máquina (más tarde sería el ordenador) tenía para el desarrollo de los cálculos numéricos y, de acuerdo a los principios de Babbage, su “motor analítico”. Era hija de uno de los poetas más grandes en la historia de la literatura universal: Lord Byron.
3. Jocelyn Bell
Susan Jocelyn Bell Burnell es la astrofísica británica que descubrió de la primera radioseñal de un púlsar. Nació en el año 1943, en Belfast, Irlanda del Norte, y su descubrimiento fue parte de su propia tesis. Sin embargo, el reconocimiento sobre este descubrimiento fue para Antony Hewish, su tutor, a quien se le otorgó el premio Nobel de Física en 1974. Este injusto acto, que aunque como ya vimos no es nada nuevo, fue cuestionado durante años, siendo hasta hoy un tema de controversia.
2. Rosalynd Franklin
Rosalind Elsie Franklin nació en 1920 en Londres y falleció en el año 1958. Fue biofísica y cristalógrafa, teniendo participación crucial en la comprensión de la estructura del ADN, ámbito en el que dejó grandes contribuciones. No obstante, volvemos a encontrarnos con bochornosos actos dentro de la comunidad científica puesto que uno de sus más grandes trabajos - hizo posible la observación de la estructura del ADN mediante imágenes tomadas con rayos X - tampoco fue reconocido. El crédito y el premio Nobel en Medicina se lo llevaron Watson (quien más tarde fue cuestionado por sus polémicas declaraciones racistas y homofóbicas) y Crick.
1. Marie Curie
El primer lugar de esta lista de mujeres científicas lo ocupa la química y física polaca Marie Salomea Skłodowska Curie, mejor conocida por el apellido de su esposo como Marie Curie, la mujer que dedicó su vida entera a la radioactividad, siendo la máxima pionera en este ámbito. Ella nació en el año 1867 y murió en 1934, siendo la primera persona en conseguir dos premios Nobel, por los cuales literalmente dio su vida. En la actualidad, cuando han pasado más de 75 años desde su muerte, sus papeles son tan radiactivos que no pueden manejarse sin un equipo especial. Su legado y sus conocimientos en física y química impulsaron grandes avances.
5. Textos
- Pierre
Curie (Discurso de aceptación del premio
Nobel, 1903)
“Querido Pierre, a quien nunca volveré a ver
aquí, quiero hablarte en el silencio de este laboratorio, donde no pensaba que
tendría que vivir sin ti. Y antes, quiero recordar los últimos días que vivimos
juntos”.
Hallazgo de una sustancia muy radiactiva que acompaña al bario.
Demarçay descubre un rayo nuevo, cuya intensidad aumenta con la
actividad del producto. Propone llamar «radio» a esta sustancia.
- Irène
Joliot-Curie (Estudio sobre los
cuadernos de laboratorio del descubrimiento del polonio y del radio, 26 de
diciembre de 1898)
Pierre Curie,
Marie Curie y G. Bémont, C.R., 127 !898),
1215 : «Sobre una nueva sustancia muy radiactiva contenida en la
pechblenda».
La opresora violencia de chats, redes sociales, tuits, o como quiera que se llame esa nube de palabrería, cada día se ve con mayor claridad que es una herramienta de extorsión
Dependemos aún de tantos conceptos griegos que
los estudios superiores deberían empezar por ahí, por nuestro origen
intelectual. Alguien con una buena formación grecolatina será un excelente
ingeniero, médico, leñador o funcionario, y, en todo caso, con más medios que
el resto para ser un buen ciudadano.
Los griegos distinguían entre democracia y
demagogia. No es una trivialidad. La democracia beneficia a la mayoría, la
demagogia es el dominio de una minoría vampírica que se atribuye el papel de
“pueblo” o de “nación”. Es esencial tener claro que la democracia en ningún
caso supone nivelación por lo bajo. No es que debamos ser iguales a lo peor de
cada casa, sino que gocemos de iguales oportunidades para alcanzar la
excelencia.
La opresora violencia de chats, redes sociales,
tuits, o como quiera que se llame esa nube de palabrería, cada día se ve con
mayor claridad que es una herramienta de extorsión. Nadie duda que las campañas
de calumnias, agresiones y mentiras están dirigidas por servicios de obediencia
oculta. No es casual que la capitalidad del pirateo y la trampa se la atribuyan
mutuamente Rusia, EE UU, Corea del Norte y China. A un nivel enano, también son
agencias al servicio de los demagogos las que calumnian en nuestro país a todo
el que les molesta.
Nada anuncia que ese fenómeno sea controlable. Es
muy posible que haya comenzado uno de esos trastornos colosales que provocan un
giro global, como el que sustituyó el paganismo por el monoteísmo. Para
nosotros vendría el fin de la democracia y el comienzo de una nueva era
demagógica, similar a la de los inicios del cristianismo, cuando los ciudadanos
se abandonaban a la superstición y quedaban presos de unos demagogos que
prometían la vida eterna. O la nación libre.
- CIENCIA Y SENTIMIENTOS, José Manuel Sánchez Ron,
Babelia, EL PAÍS, 15 de octubre 2011
Los Escritos biográficos
de Marie Curie revelan aspectos emocionales y científicos hasta ahora poco
conocidos de la vida de la premio Nobel.
“Querido Pierre, a quien nunca volveré a ver aquí,
quiero hablarte en el silencio de este laboratorio, donde no pensaba que
tendría que vivir sin ti". Fue Marie Sklodowska-Curie quien escribió estas
líneas, en unas notas privadas datadas el 30 de abril de 1906, que como casi
todo lo que una vez fue pensado para la propia intimidad terminaron viendo la
luz pública. Pierre era su marido, que había fallecido pocos días antes, el 19
de abril, arrollado por un vehículo tirado por caballos cuando cruzaba una
calle de París.
Las notas en cuestión se incluyen, junto a otros
documentos, en un libro que ahora ve la luz en castellano. Contiene, además de
un estudio introductorio del profesor Xavier Roqué, encargado de la edición,
una biografía de Pierre escrita por Marie, unas Notas autobiográficas
de la propia Marie y una selección de su diario personal, más un estudio,
debido a su hija Irène, sobre los cuadernos de laboratorio en los que sus
padres anotaron los pasos que les condujeron en 1898 al descubrimiento del
polonio y el radio. Se trata, cierto es, de un conjunto de textos en los que
domina lo subjetivo; no obstante, nos permiten obtener visiones poco habituales
de uno de los grandes iconos de la ciencia: Marie Curie, la, como rezan muchos
de los estereotipos que han surgido en torno a ella, heroína de la radiactividad,
una mujer en un mundo de hombres. Marie Curie -y estos ya son hechos-, la mujer
humanitaria y progresista que organizó servicios médicos radiológicos durante
la Primera Guerra Mundial y que sirvió con esperanzas en la Comisión
Internacional de Cooperación Intelectual de la Sociedad de las Naciones. Marie
Curie, la primera persona en obtener dos premios Nobel (el de Física,
compartido con Becquerel y Pierre Curie, en 1903, y el de Química en 1911).
Que personas de tan altas
habilidades científicas no son inmunes a las emociones, a, por ejemplo, el
dolor y la desesperación que produce la pérdida de un ser querido, no debería
constituir una sorpresa, por mucho que todavía haya quienes piensan en los
científicos como individuos en los que el razonamiento lógico impone siempre
sus leyes. Y que nadie piense que la cita -"querido Pierre..."- con
que comenzaba estas líneas se explica basándose en que quien la escribió era
mujer: podría recordar, por ejemplo, el pozo negro de tristeza en el que se
sumió Charles Darwin cuando perdió a su hija Annie.
Me gusta también cómo Marie Curie describía el
momento en que conoció a Pierre. Fue en 1894, cuando acababa de terminar sus
estudios de Física y Matemáticas en la Sorbona, mientras que Pierre Curie, ocho
años mayor que ella, ya era profesor en la Escuela Municipal de Física y
Química Industriales de la ciudad de París y podía presumir de algunas
contribuciones destacadas a la física (como el descubrimiento, junto a su
hermano Jacques, de la piezoelectricidad). ¿Qué pensó Marie? ¿Dominó en ella la
admiración por el cerebro y los conocimientos de Pierre, o el interés por el
mundo de relaciones científicas que él le podía abrir? No. "Al entrar en
la habitación", escribió, "vi, de pie, enmarcado por la ventana
acristalada que daba al balcón, un hombre joven y alto, de pelo castaño y ojos
claros. Reparé en la grave y gentil expresión de su cara, así como en cierto
abandono en su actitud, propia de un ensoñador ensimismado en sus
reflexiones". Una vez más, la biología imponía sus leyes al cerebro, a la
evaluación desapasionada y racional.
Es gratificante para los que no poseemos sus
habilidades, encontrarnos en grandes científicos con muestras de
"primitiva emocionalidad". Constituye una forma de acercarnos a la
ciencia a través de sus protagonistas; de hacérnosla menos extraña, más
familiar. Si ellos son como nosotros, acaso también podremos ser nosotros como
ellos.
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