LOS PECES DE LA AMARGURA,
FERNANDO ARAMBURU
1. Fernando Aramburu (1959 -).
Fernando Aramburu nació en San Sebastián. Estudió
Filología Hispánica en Zaragoza y a finales de los años 70 formó parte del
Grupo Cloc, asociación artística con influencias surrealistas y dadaístas.
La primera obra literaria de Aramburu, quien ha
manifestado gran admiración por autores como Albert Camus, Fedor Dostoievski,
Fray Luis de León,
Luis de Góngora o Charles Dickens, fue
el libro de poemas Ave Sombra (1981).
También en este período publicó El
Librillo, textos poéticos para niños.
Desde los años 80 vive en Alemania, concretamente
en Hannover, con su esposa alemana y trabaja como profesor de español.
Premio Ramón Gómez de la Serna fue Fuegos Con Limón (1996), libro con ecos
autobiográficos que protagoniza Hilario Goicoechea, joven universitario de
finales de los años 70 que se une a un grupo literario llamado La Placa.
Más tarde apareció Los Ojos Vacíos (2000), primera novela de la trilogía Antíbula, lugar sacudido por el
asesinado del rey y la huida de la reina y al que llega un misterioso extranjero.
La segunda novela de la trilogía fue Bami
Sin Sombra (2005) y la tercera La Gran Marivián (2013).
Otras novelas de Aramburu son El Trompetista Del Utopía (2003), cuyo protagonista
es Benito Lacunza, trompetista de un bar del barrio madrileño de Almenara que
viaja a Estella para reencontrarse con su padre agonizante; Viaje Con Clara Por Alemania” (2010),
novela sobre una pareja viajando por el norte del país germano con la intención
de escribir una guía personal; Años
lentos, ganador del Premio Tusquets de novela que desarrolla una crónica
familiar vasca en los años 60.
Uno de sus libros más celebrados es la colección
de relatos Los Peces De La Amargura (2006), sobre
las víctimas de, ETA galardonado con diversos premios, entre ellos el Premio
Mario Vargas Llosa, el Premio De La Real Academia Española y el Premio Dulce
Chacón.
Ha escrito también, entre otros títulos, la
novela infantil Vida De Un Piojo Llamado
Matías (2004).
Con la novela de humor ambientada en unas
jornadas poéticas Ávidas
Pretensiones (2014) ganó el premio Biblioteca Breve. Un año
después publicó Las
Letras Entornadas (2015), diálogo sobre literatura que conlleva una
invitación a los placeres de la vida.
Fernando Aramburu (foto de Jaime Villanueva) |
2. Los peces
de la amargura (2006)
- Género: relato corto
- Tema: trauma, síndrome postraumático y superación en las víctimas del
terrorismo vasco; las consecuencias síquicas y morales en la convivencia de una
sociedad devastada por el terrorismo
- Otros temas: la culpa, el silencio de la sociedad, la sociedad degradada
por el terrorismo y la violencia
- Personajes: víctimas y verdugos en diversas etapas de la vida, a su vez
hay variantes en la tipología de estos personajes y sus reacciones; personajes
de la vida cotidiana, perfectamente definidos
- Lugar y tiempo: País Vasco antes y después del fin de la lucha armada por
parte de ETA
- Técnica narrativa: muy variada, cada relato utiliza una diferente –
monólogo, primera y tercera personas, narrador omnisciente, escena de teatro -
; elipsis y silencios, no hay nombres propios, solo parentesco (deseo de
mantener el anonimato)
- Visión caleidoscópica del tiempo, saltos en el tiempo
- Historias sencillas y cotidianas: no importan los hechos sino sus efectos
a corto o largo plazo en las personas
- Prosa sencilla, sin adornos; repeticiones como la del adjetivo “Triste”
- Creación de una atmósfera de miedo y represión - miradas, gestos,
alusiones, interrupciones
- Habla popular
- Simbolismo de la lluvia, de la piedra blanca
- Todo ello bajo una profunda mirada
de compasión: no se describen sentimientos pero el texto está lleno de
ellos,
2.1. EL CULTURAL, Ricardo Senabre
Uno de los rasgos que parecen caracterizar la
narrativa española de los últimos lustros es la frecuentísima huida del
presente. Pocas veces los escritores se zambullen en los problemas más vivos de
la actualidad, que parecen reservados a reportajes periodísticos y películas.
Los novelistas se han dedicado en demasiadas ocasiones a refugiarse
nostálgicamente en el paraíso de la adolescencia perdida y añorada, en la
guerra civil -que tal vez ni siquiera vivieron- o en mundos aún más remotos,
como la Edad Media, cuando no han empeñado sus esfuerzos en insulsos jugueteos
constructivos. Aquel postulado con que Galdós encabezó su ingreso en la Real
Academia Española, el de “la sociedad como materia novelable”, parece haberse
esfumado del horizonte de nuestros narradores. No se trata de reclamar para la
novela los menesteres informativos del periodismo, ni de defender los supuestos
ya periclitados de un “realismo” de otras épocas. No se trata de “copiar” la
realidad - y no lo hicieron Cervantes, Stendhal, Thomas Mann, Dostoyevski,
Steinbeck o Pratolini, entre muchos -, sino de transformarla artísticamente y
de no escamotearla como marco de las acciones, que, inevitablemente, se sitúan
en un lugar y un tiempo determinados. Durante años, el terrorismo ha sido la
principal preocupación de la sociedad española, según numerosísimas encuestas.
Pero no existe en la literatura narrativa una producción que corresponda a la
importancia social del asunto. Hay muy pocas obras centradas en este motivo, y
a menudo discretamente elusivas. Conviene, pues, resaltar el carácter insólito
de esta decena de relatos que el escritor donostiarra Fernando Aramburu dedica
a los efectos devastadores del terrorismo de ETA en el País Vasco.
Lo que al escritor le interesa no es la crónica de
hechos concretos -los diversos atentados que se hallan en el origen de cada una
de estas historias-, sino el modo en que afectan a seres humanos, la situación
de infortunio y desvalimiento que una muerte, acaso fortuita, provoca en un
grupo humano, marcado ya inevitablemente por la amargura para el resto de su
existencia. Las víctimas no son tan sólo quienes sufren directamente un
atentado y quizá mueren, sino los que permanecen, como familiares, amigos o
vecinos que integran, se quiera o no, la lista de damnificados. Esa
colectividad doliente, delineada sobre el fondo de una sociedad amedrentada que
se refugia en el silencio -como si aquello de lo que no se habla no existiese-
es el escenario en que se inscriben los cuentos que integran Los peces de
la amargura. Pero, además, la eficacia de los contenidos se acentúa porque
Aramburu -no hay que descubrirlo ahora- es un magnífico escritor, uno de los
tres o cuatro nombres seguros en el panorama de la narrativa actual. Los
peces de la amargura ofrece, junto a una prosa de insólita riqueza, de
ejemplar precisión, una variedad de enfoques y modos de contar que acreditan un
absoluto dominio del relato, desde el monólogo hasta la narración en tercera
persona, desde la organización de la historia en secuencias aisladas a la
manera de un guión cinematográfico hasta el relato enteramente dialogado, como
ya habían ensayado en la época moderna
Baroja o Galdós.
La diversidad de estrategias narrativas es paralela a la variedad de historias y personajes puestos en juego. En el cuento que da título al volumen, el narrador acude a recoger a su hija al hospital, donde ha pasado medio año, acompañado por el novio de ésta. Diversas informaciones nos retrotraen a un suceso apenas aludido -un atentado terrorista que ha causado la invalidez de la muchacha- que transforma la vida familiar. La narración acumula hechos triviales -el cuidado de la pecera, la limpieza de los platos- que invaden el texto se diría que de modo deliberado, sin dejar apenas espacio al relato del suceso central, del que no se habla abiertamente y queda reducido a una escueta mención sin comentario alguno. Tan sólo el final de cada párrafo incluye, sintácticamente aislada, la misma palabra -“Triste”-, que, como un estribillo poemático, resume a la vez el comentario del narrador, su estado de ánimo y una resignación dolorida que ni siquiera deja aliento para el grito y la protesta. “Madres” reviste el aspecto de un relato oral ya desde las primeras palabras (“ésta era una mujer de treinta y cinco años que se llamaba María Antonia”), e inmediatamente, como corresponde al modelo narrativo escogido, brota el nudo de la historia: “Vivía en un pueblo costero de la provincia de Guipúzcoa y su marido trabajaba de guardia municipal en la localidad hasta que una noche, entrando el otoño, lo mataron”. La presión de los vecinos para que la viuda y los hijos abandonen el pueblo no se debe tanto a enemistad personal como al miedo de que su cercanía convierta la zona en un lugar inseguro, como sucede en el cuento “La colcha quemada”, donde los habitantes de la vivienda en que un vecino ha sido atacado con cócteles Molotov deciden invitarlo a que “se vaya buscando otro domicilio. Que se instale en el pueblo de al lado o en Bilbao hasta que se arregle la cosa. Tiene que comprender que nos crea situaciones muy difíciles” (p. 100). En “Maritxu” la narración en tercera persona de las visitas de una madre a la cárcel en la que está preso su hijo alterna con fragmentos monologados de la mujer, que no está por completo de acuerdo con las acciones de su hijo: “Que matéis guardias y chivatos, pase. Pero niños, no” (p. 63). En “Lo mejor eran los pájaros”, una mujer adulta decide contar a su hijo cómo, siendo niña, fueron a sacarla del colegio porque su padre acababa de ser asesinado. A pesar del tiempo transcurrido, la intensidad de la evocación es de tal magnitud que revela hasta qué punto aquel suceso ha condicionado toda la vida posterior de la narradora. La historia evocada concluye con la instalación de la capilla ardiente en el cuartelillo mientras en el pueblo “como se celebraban las fiesta patronales había música y atracciones. Se veían las calles animadas” (p. 87). El cuento “Enemigo del pueblo” relata cómo un rumor infundado que acusa a Zubillaga de chivato despierta la repulsa de sus convecinos, a pesar de que él, envuelto en una ikurriña, se exhibe durante horas en la plaza del pueblo para demostrar su inequívoca ideología. La cárcel y la delación entre militantes son también motivos esenciales en “Golpes en la puerta”, donde acaso lo más escalofriante es asistir a la diversión de unos niños que juegan a la ekintza incendiando con petardos caseros pequeños coches de juguete donde se han introducido fotografías de víctimas de atentados aparecidas en la prensa. Aramburu incorpora aquí, acaso sin saberlo, la espléndida intuición de Goytisolo en Duelo en el Paraíso (1955), con aquellos niños que, recluidos en una finca en plena guerra civil, se entregaban a juegos bélicos a imitación de sus mayores.
El cuento dialogado “Después de las llamas” ofrece
una estampa casi esperpéntica de la mujer más preocupada por la posible visita
del lehendakari -con su cortejo de periodistas y fotógrafos- al hospital que
por el estado de su marido, víctima de un atentado. La lectura atenta de Los
peces de la amargura me parece indispensable.
El artista sin sombras
Licenciado en Filología Hispánica, Fernando Aramburu nació en San
Sebastián, en 1959, en una familia “que chorreaba modestia por todas partes”.
Hizo de todo para pagarse sus estudios y desde 1985 vive en Alemania dando
clases de castellano a los hijos de inmigrantes en Lippstandt y Gieseke, al
norte de Renania-Westfalia. A pesar de su disfraz de lobo estepario, a
comienzos de los 80 fue creador y promotor del grupo de literatura Cloc en San
Sebastián.
Aramburu saltó a la fama tras la publicación de Fuegos con limón (1996), y sus siguientes novelas -Los ojos vacíos (2000); El trompetista del Utopía (2003); Vida de un piojo llamado Matias (2004); Bami sin sombra (2005)- y ensayos -No ser no duele (1997), El artista y su sombra (2002)- le han consolidado como uno de los escritores más destacados de su generación. Ha recibido, entre otros, el premio Ramón Gómez de la Serna 1997 y el Euskadi 2001. En otoño se estrena la película Bajo las estrellas, basada en El trompetista del Utopía. Él mismo confesaba a El Cultural que “me gano el sustento con la docencia a fin de gozar de libertad en lo que más me importa, que es la literatura. El mercado apenas logra dañarme ya que soy escritor solitario, rumiante, y vivo lejos”.
2.2. EL PAÍS, Fernando Castanedo
Fernando Aramburu crea un fresco de la realidad del País Vasco en una extraordinaria colección de cuentos. En Los peces de la amargura, el autor donostiarra pone rostro y voz a las consecuencias de la violencia, el desconcierto, la culpa o la resignación. Una crónica que mira al futuro.
"Dile a tu marido que deje el puesto y se
vaya. Si no, le tendrás que ir preparando la capilla ardiente y no te lo digo
más. Ya estáis avisados, sinvergüenzas". Así le habla la madre de un joven
muerto a la esposa de un policía municipal. Otra cita: "Y todo por meterse
a concejal. Yo es que no me lo explico. Si sabe que ETA se cepilló al que
ocupaba el cargo antes que él, ¿para qué se arriesga? ¿Le gusta ir de mártir
por la vida o qué?". Así reflexiona el vecino apolítico de un
concejal cuya casa acaba de ser atacada con botellas incendiarias. La última:
"En casa del viejo, viviendo Franco, ponían en el balcón la bandera
española. Si había procesión allí iban, en primera fila con boina roja, y ahora
esto". Así expresa Maritxu, la madre de un etarra encarcelado, la
tendencia que tienen las mayorías a apuntarse a caballo ganador (ganador porque
destruye al oponente político).
Las tres citas están tomadas de Los peces de la amargura, la última colección de cuentos de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959). Formalmente incluye relatos en primera persona ('Lo mejor eran los pájaros', por ejemplo) y cuentos narrados por una voz omnisciente ('Enemigo del pueblo', 'Los peces de la amargura', etcétera); uno está escrito en forma epistolar ('Informe desde Creta') y otro podría considerarse más un sainete beckettiano que un cuento ('Después de las llamas'). Desde el punto de vista de los contenidos, todos traen a un primer plano el clima de violencia social que se ha vivido en el País Vasco durante las últimas décadas, con el terrorismo de la organización ETA como telón de fondo.
En algunos relatos los personajes sufrieron daños
colaterales en acciones terroristas. Es el caso del que da título a la
colección, 'Los peces de la amargura', y de 'Después de las llamas', que la
cierra con un guiño de humor. Entre éstos también se encuentra el interludio
macabro de 'La colcha quemada', que refleja la miseria espiritual de los que se
lavan las manos. En otros relatos los daños son directos e irreparables.
'Enemigo del pueblo' narra un linchamiento moral, y en 'El hijo de todos los
muertos' un adolescente averigua cómo mataron a su padre y cae en la cuenta de
que su compañera de iniciaciones amorosas es hermana de una de las asesinas.
Esta asesina, cumplida la pena, recibe un sentido homenaje -con acordeón y
trajes regionales- organizado por la cosa abertzale. 'Maritxu' y
'Golpes en la puerta' muestran respectivamente el vía crucis que pasa la madre
de un etarra y el relato que hace un terrorista de cómo llegó a serlo.
No son retratos alentadores. Pero reflejan la
regresión que se ha producido, en buena parte del territorio, al modelo
represivo del primer franquismo -o de cualquier populismo nacionalista-:
delaciones, amenazas, insultos, depuraciones raciales, exclusión
social, consignas homicidas (¡ETA mátalos!), chismorreos convertidos en
acusaciones y acusaciones convertidas en sentencias. En resumen, historias
terribles que despiertan el hechizo que sienten los hombres ante la
representación compulsiva del horror.
El valor histórico de estos diez relatos reside en que documentan la sociedad de castas identitarias modelada en el País Vasco por el nacionalismo. Para quienes se interesen -hoy y dentro de cien años- por la vida cotidiana en Euskadi a finales del siglo XX y principios del XXI, no tendrá precio. Su valor literario, hay que insistir, descansa en la representación sobrecogedora de los conflictos que ha traído consigo la imposición de este modelo social. Los peces de la amargura, con la humildad deliberada de su costumbrismo lingüístico, transmite magistralmente la resignación y la culpa inducida en los parias; y también la desgracia de los educados en el odio asesino y en el mesianismo de "salvar a Euskal Herria". A Fernando Aramburu le debemos esta crónica templada y llena de futuro, tan humilde como soberbia y tan esencial como imprescindible.
2.3.
Arturo Pérez-Reverte
Es raro que recomiende una novela actual. Ni siquiera las de los amigos, excepto rarísimas excepciones. En primer lugar leo muy pocas. Las novelas las carga el diablo, y cada cual tiene sus gustos. No soy fiable en eso. Otra cosa son novelas de antes, clásicos y asuntos así; cosas que a uno le parecen poco conocidas, o injustamente olvidadas. También, muy rara vez, un autor joven o nuevo que me deslumbra, como ocurrió en su momento con Las máscaras del héroe de mi hoy vecino Juan Manuel de Prada, o cada vez que Roberto Montero, alias Montero Glez, saca libro nuevo -acaba de publicar su premiada Pólvora negra-. A veces algún lector me pide una lista de títulos; pero procuro escurrir el bulto, en especial cuando se trata de novela posterior a la primera mitad del siglo XX, excepto Anthony Burgess, Le Carré, Pynchon, O'Brian y alguno más. Todos guiris, como ven. En España, mis labios están sellados. O casi. Por una parte, no estoy muy al tanto. Por la otra, no me gusta ser responsable de nada. Ni de lo bueno, ni de lo malo. Bastante tengo encima con lo mío.
Hoy, sin embargo, debo saltarme la norma. Y lo hago porque ni conozco al autor ni creo que me lo tropiece nunca. Se llama Fernando Aramburu, es más o menos de mi quinta, vasco de San Sebastián, y creo que vive en Alemania. Todo esto lo sé por la solapa del libro, que salió hace año y medio, pero que me regaló ayer mi compañero de la Real Academia Carlos Castilla del Pino. Se titula Los peces de la amargura, y lo hojeé más por cortesía que por otra cosa. Pensaba dedicarle media hora pero me lo zampé en una tarde, hasta la última página, tras haberme removido doscientas veces, conmovido e inquieto, en la butaca. Luego me levanté pensando: «Mañana me toca escribir lo de XLSemanal, y así de caliente tengo dos opciones: desahogar esta mala leche, y que algunos lectores vascongados se acuerden de mis muertos, o escribir un artículo hablando de este puto libro». Así que ya ven. Me decido por el libro.
Son varias historias escritas de forma muy limpia, sin adornos. Al grano. Prosa seca y cortada, casi documental. Todas ocurren en el País Vasco, en pueblos o ciudades. Vida doméstica que allí es cotidiana: un padre que se aferra a los peces de su acuario para soportar la desgracia de su hija mutilada en atentado terrorista, la madre de un joven preso de ETA, la mujer de un policía municipal hostigada en un pueblo, el compañero de juegos que luego lo será de atentados, la cobardía vecinal ante el que ha sido marcado como enemigo de la patria vasca... No son historias contadas desde un solo punto de vista. Todo cabe en ellas: los motivos y las sinrazones, los verdugos y las víctimas cuyos papeles pueden trocarse en un momento. La memoria y el presente, el miedo, la vileza, la desesperanza, la derrota, la supervivencia. Sobre las doscientas cuarenta y dos páginas del libro -ya he dicho que se lee en una tarde- planea todo el tiempo una sombra densa de tristeza. De la amargura que contiene el título de esta obra singular.
Créanme: no hay discurso de político, información de prensa, análisis de experto, obra monumental por volúmenes, telediario ni retórica alguna que logre transmitir de forma tan contundente, estremecedora, el hecho de haber vivido y vivir la realidad vasca. La de verdad. La que nunca hay cojones para expresar en voz alta. No la simpática de boina, tapeo y partida en el bar, ni la idílica rural de valles y colinas verdes, ni la oficial de discursos mirando al tendido. Los peces de la amargura cuenta la verdad de un mundo, de una tierra y de una gente con miedo, con odio, con cáncer moral en el alma. De algo a lo que el silencio de tantos años, el paraguas de las complicidades cruzadas, la cobardía y la infamia, siempre presentes y nunca desnudas, no han hecho sino pudrir y enquistar como un absceso. Sin que le tiemble el pulso, desgranándolo con mucha calma página a página, el autor nos habla precisamente de todo aquello de lo que allí no se habla, no se debe mirar y no se toca: el miedo de una esposa, el silencio de una madre, la desesperación de la ausencia, la impotencia de la víctima, el veneno de los obtusos y los malvados, la ausencia de caridad de los fanáticos, la infame ruindad cobarde, insolidaria, que nos caracteriza a la mayor parte de los seres humanos.
No sabía mucho hasta ahora, como digo, de Fernando Aramburu ni de este libro -no hay tiempo ni ganas para todo-, excepto que su autor es escritor solvente y respetado por algunos de mis amigos. Tampoco sé si le caigo bien o mal, o si ha leído alguna de mis novelas. Me importa un rábano. Pero merece esta página más que yo. Por eso hoy se la dedico. Para que conste.
Es raro que recomiende una novela actual. Ni siquiera las de los amigos, excepto rarísimas excepciones. En primer lugar leo muy pocas. Las novelas las carga el diablo, y cada cual tiene sus gustos. No soy fiable en eso. Otra cosa son novelas de antes, clásicos y asuntos así; cosas que a uno le parecen poco conocidas, o injustamente olvidadas. También, muy rara vez, un autor joven o nuevo que me deslumbra, como ocurrió en su momento con Las máscaras del héroe de mi hoy vecino Juan Manuel de Prada, o cada vez que Roberto Montero, alias Montero Glez, saca libro nuevo -acaba de publicar su premiada Pólvora negra-. A veces algún lector me pide una lista de títulos; pero procuro escurrir el bulto, en especial cuando se trata de novela posterior a la primera mitad del siglo XX, excepto Anthony Burgess, Le Carré, Pynchon, O'Brian y alguno más. Todos guiris, como ven. En España, mis labios están sellados. O casi. Por una parte, no estoy muy al tanto. Por la otra, no me gusta ser responsable de nada. Ni de lo bueno, ni de lo malo. Bastante tengo encima con lo mío.
Hoy, sin embargo, debo saltarme la norma. Y lo hago porque ni conozco al autor ni creo que me lo tropiece nunca. Se llama Fernando Aramburu, es más o menos de mi quinta, vasco de San Sebastián, y creo que vive en Alemania. Todo esto lo sé por la solapa del libro, que salió hace año y medio, pero que me regaló ayer mi compañero de la Real Academia Carlos Castilla del Pino. Se titula Los peces de la amargura, y lo hojeé más por cortesía que por otra cosa. Pensaba dedicarle media hora pero me lo zampé en una tarde, hasta la última página, tras haberme removido doscientas veces, conmovido e inquieto, en la butaca. Luego me levanté pensando: «Mañana me toca escribir lo de XLSemanal, y así de caliente tengo dos opciones: desahogar esta mala leche, y que algunos lectores vascongados se acuerden de mis muertos, o escribir un artículo hablando de este puto libro». Así que ya ven. Me decido por el libro.
Son varias historias escritas de forma muy limpia, sin adornos. Al grano. Prosa seca y cortada, casi documental. Todas ocurren en el País Vasco, en pueblos o ciudades. Vida doméstica que allí es cotidiana: un padre que se aferra a los peces de su acuario para soportar la desgracia de su hija mutilada en atentado terrorista, la madre de un joven preso de ETA, la mujer de un policía municipal hostigada en un pueblo, el compañero de juegos que luego lo será de atentados, la cobardía vecinal ante el que ha sido marcado como enemigo de la patria vasca... No son historias contadas desde un solo punto de vista. Todo cabe en ellas: los motivos y las sinrazones, los verdugos y las víctimas cuyos papeles pueden trocarse en un momento. La memoria y el presente, el miedo, la vileza, la desesperanza, la derrota, la supervivencia. Sobre las doscientas cuarenta y dos páginas del libro -ya he dicho que se lee en una tarde- planea todo el tiempo una sombra densa de tristeza. De la amargura que contiene el título de esta obra singular.
Créanme: no hay discurso de político, información de prensa, análisis de experto, obra monumental por volúmenes, telediario ni retórica alguna que logre transmitir de forma tan contundente, estremecedora, el hecho de haber vivido y vivir la realidad vasca. La de verdad. La que nunca hay cojones para expresar en voz alta. No la simpática de boina, tapeo y partida en el bar, ni la idílica rural de valles y colinas verdes, ni la oficial de discursos mirando al tendido. Los peces de la amargura cuenta la verdad de un mundo, de una tierra y de una gente con miedo, con odio, con cáncer moral en el alma. De algo a lo que el silencio de tantos años, el paraguas de las complicidades cruzadas, la cobardía y la infamia, siempre presentes y nunca desnudas, no han hecho sino pudrir y enquistar como un absceso. Sin que le tiemble el pulso, desgranándolo con mucha calma página a página, el autor nos habla precisamente de todo aquello de lo que allí no se habla, no se debe mirar y no se toca: el miedo de una esposa, el silencio de una madre, la desesperación de la ausencia, la impotencia de la víctima, el veneno de los obtusos y los malvados, la ausencia de caridad de los fanáticos, la infame ruindad cobarde, insolidaria, que nos caracteriza a la mayor parte de los seres humanos.
No sabía mucho hasta ahora, como digo, de Fernando Aramburu ni de este libro -no hay tiempo ni ganas para todo-, excepto que su autor es escritor solvente y respetado por algunos de mis amigos. Tampoco sé si le caigo bien o mal, o si ha leído alguna de mis novelas. Me importa un rábano. Pero merece esta página más que yo. Por eso hoy se la dedico. Para que conste.
3. Patria
(2016)
3.1. El país de los callados, Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 5 de febrero 2017)
Sólo 'Patria', la novela de Fernando Aramburu, me ha hecho vivir, desde adentro, los años de sangre y horror que ha sufrido España con el terrorismo etarra
Debo haber leído decenas de artículos sobre ETA,
y muchos ensayos, pero sólo Patria (Tusquets Editores), la novela de
Fernando Aramburu, me ha hecho vivir, desde adentro, no como testigo distante
sino como un victimario y una víctima más, los años de sangre y horror que ha
sufrido España con el terrorismo etarra. La novela nos seduce, nos soborna con
su magia verbal y sus astutas alteraciones de la cronología y los puntos de
vista, hasta convencernos de que aquella historia no está escrita, que es la
vida pura y simple, y que estamos sumidos en ella viviéndola a la par que sus
personajes. Hace tiempo que no leía un libro tan persuasivo y conmovedor, tan
inteligentemente concebido, una ficción que es a la vez un testimonio tan
elocuente sobre una realidad histórica como lo fueron, en su momento, la novela
de Joseph Conrad The Secret Agent, sobre los anarquistas londinenses
del XIX, o La Condition humaine, de André Malraux, sobre la Revolución
China.
La acción transcurre en un pueblecito innominado,
cercano a San Sebastián, donde dos familias, hasta entonces muy unidas, se van
enemistando, trastrocando la amistad en odio, por culpa de la política. Mejor
dicho, de la violencia disfrazada de política. Al principio, se diría que todos
los vecinos hacen causa común con la subversión; eso indicarían las pintas, las
pancartas, las manifestaciones ante el Ayuntamiento pidiendo la liberación de
los presos, los cupos revolucionarios que pagan los pudientes a Patxi, el
patrón de la taberna, discreto responsable político de ETA, los insultos y el
asco que inspiran los despreciables “españolistas”. Pero, a medida que nos
vamos acercando a la intimidad de las familias, y las escuchamos hablar en voz
baja, sin testigos, comprendemos que la gran mayoría de los vecinos disfraza
sus sentimientos porque tiene miedo, un pánico que los acompaña como su sombra.
No es gratuito, porque la pandilla de los que sí creen, los convencidos, son
unas temibles máquinas de matar, implacables cuando toman represalias y ahí
están como prueba irrefutable los cadáveres que de tanto en tanto aparecen en las
calles. Que lo diga Txato, un empresario empeñoso y buena gente, que, además de
su familia, adora jugar al mus y hacer dominicales travesías en su bicicleta.
ETA le pide cada vez más dinero y él lo entrega, para llevar la fiesta en paz,
pero las demandas son cada vez mayores y, pasado cierto límite, deja de
hacerlo. Entonces, todas las paredes del lugar se llenan de inscripciones
llamándolo traidor, vendido, cobarde y miserable. La gente deja de saludarlo;
el repugnante párroco, don Serapio, le aconseja marcharse. Hasta que una tarde
lluviosa le clavan cinco tiros por la espalda.
Su viuda, Bittori, irá al
cementerio a conversar con su cadáver a lo largo de los años, a contarle los
avatares de su destrozada familia y su angustiosa duda respecto al etarra que
lo mató: ¿será Joxe Mari, el hijo de su ex íntima amiga Miren, al que de niño
el pobre Txato enseñó a montar en bici y acostumbraba comprarle chocolates?
Joxe Mari, personaje estremecedor, muchacho forzudo, inculto y un tanto bestia,
se hace terrorista no por razones ideológicas —su información política no va
más allá de creer que España explota a Euskal Herria y que sólo la lucha armada
logrará la independencia— sino por amor al riesgo y una confusa fascinación por
los violentos. Seguimos muy de cerca su educación de terrorista, en la
clandestinidad de Bretaña, su aburrimiento con la teoría y su excitación con
las prácticas donde le enseñan a fabricar bombas, preparar emboscadas y matar
con rapidez. Estamos con él, dentro de él, cuando comete su primer asesinato,
cuando la policía lo captura y es torturado, y durante los largos, lentos años
de una cárcel de la que, acaso, nunca saldrá vivo.
Las gentes de Patria no son héroes
epónimos ni grandes villanos, sino seres comunes y corrientes, pobres diablos
algunos de ellos, que no tendrían el menor interés en otras circunstancias. Los
más interesantes no lo son porque posean virtud excepcional alguna, sino por la
ferocidad con que se abate sobre ellos la violencia física y moral,
condenándolos a unas rutinas hechas de hipocresía y silencio en “este país de
los callados”, y por la estoica resignación con que soportan su suerte, sin
rebelarse, sometiéndose a ella como si se tratara de un terremoto o un ciclón,
es decir, una tragedia natural inevitable.
La atmósfera en que
discurren estas vidas es uno de los grandes logros de la novela: pesada,
agobiante, repetitiva, amenazadora. El tiempo apenas circula, a veces se
detiene. Consigue este efecto una estructura narrativa audaz, hecha de pequeños
episodios que no se suceden cronológicamente sino saltando, atrás y adelante,
violentando la secuencia temporal, alejados o acercados para establecer entre
ellos un contrapunto esclarecedor, una cronología en la que a menudo las
consecuencias preceden a las causas y el pasado y el futuro se entreveran hasta
convertirse en un presente que funde lo que ha ocurrido con lo que luego
ocurrirá. El lector no se pierde en estos saltos temporales; por el contrario,
se impregna de esa eternidad instantánea —el elemento añadido— en que parecen
ocurrir las peripecias de la historia.
La novela está escrita en un lenguaje en que el narrador y los personajes se alejan o se funden, unpunto de vista sutil y complejo, en que estas mudanzas se suceden de manera imperceptible, confundiendo lo objetivo y lo subjetivo, el mundo de los hechos y el de las emociones y fantasías, las cosas que de veras ocurren y las reacciones que ellas suscitan en las mentes. La novela construye de este modo una totalidad autosuficiente, la máxima hazaña de un novelista.
El libro, una historia tan infeliz como
hechicera, es también una clara toma de posición, una rotunda condenación de la
violencia, de los fanatismos e ignorancias que la suscitan. Y una descripción
muy sutil de la degradación moral que ella provoca en una sociedad, corroyendo
sus valores, enemistando y envileciendo a la gente, destruyendo las
instituciones y las relaciones humanas. Pero evita, con buen tino, las
disquisiciones ideológicas, limitándose a mostrar, a través de episodios
escuetos y siempre seductores, cómo, sin quererlo ni saberlo, toda una sociedad
de gentes sanas, sin misterio, va siendo arrastrada poco a poco, concesión tras
concesión, a la complicidad y a veces a las peores vilezas.
Cuando Patria termina, ETA ha renunciado
a la lucha armada y decidido actuar sólo en el campo político. Es un progreso,
por supuesto. ¿Pero, se vislumbra alguna solución al problema de fondo, el
condenado nacionalismo? El libro resulta más pesimista de lo que el autor
quisiera. En la página final, las dos examigas, Miren, la madre del terrorista,
y Bittori, la madre del asesinado, se abrazan, reconciliadas. Es el único
episodio de esta hermosa novela que no me pareció la vida misma, sino una pura
ficción.
3.2. BABELIA, EL PAÍS
Fernando Aramburu: “La derrota literaria de ETA sigue pendiente”
El escritor charla en su casa de Hannover de 'Patria', una novela sobre la historia reciente del País Vasco a través de dos familias rotas por la infamia terrorista
De la convicción de que “la derrota literaria de
ETA sigue pendiente” surgen las casi 650 páginas de Patria
(Tusquets), el tercer libro
que el escritor Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) consagra al “tema
vasco”, tras Los peces de la amargura (2006), colección de relatos
sobre el desgarro de las víctimas, y Años lentos (2012), historia de
tintes metaliterarios inspirada en el origen de la banda terrorista, que le
valió el Premio Tusquets de Novela.
Patria, escrita con “la técnica de un
puzle”, narra la vida de dos familias íntimamente relacionadas que acaban rotas
por el terrorismo; la de un empresario asesinado, El Txato, y la de Joxe Mari,
miembro encarcelado del comando asesino. Cualquiera que viviera aquellos años
ochenta y noventa en Euskadi verá reflejado en el relato, que Aramburu sostiene
con sensacional oído para el habla coloquial y maestría técnica, todo aquello:
el sobresalto, los funerales a hurtadillas, la maquinaria de amedrantamiento,
las pintadas de “Herriak ez du barkatuko” (el pueblo no perdonará), la taberna
en la que los muchachos aprendían a odiar juntos, las torturas en el
cuartelillo o las asfixiantes relaciones matriarcales.
“Barrunto que Patria
[que llega a las librerías el martes seis de septiembre] puede tener una
repercusión no estrictamente literaria, aunque es una novela”, explica el
escritor en la habitación en la que cada
día se aplica con “ritualizada” dedicación a la literatura, una pulcra y
silenciosa estancia de un apartamento en Hannover, no lejos de la estación de
tren, adonde se ha mudado con su mujer —“La Guapa” de la dedicatoria de Viaje
con Clara por Alemania— ahora que las dos hijas de la pareja parecen
listas para abandonar el nido.
Aramburu llegó por amor al país hace algo más de
30 años, arco temporal similar al de la novela. Trabajó de profesor de español
y disimuló su condición de poeta con pasado dadaísta. Como miembro del Grupo
CLOC de Arte y Desarte, que planteó sacar la literatura a la calle en los años
del plomo de ETA con el fórceps del surrealismo, emprendió acciones como
“pintar el Peine del Viento”, “reventar conferencias” o “publicar en Egin
[periódico de la izquierda abertzale] la noticia” de su “propio asesinato”.
“Lo dejé cuando empecé a tener la sensación desagradable de que por una broma
éramos capaces de sacrificarlo todo”.
La charla se desarrolló un día de agosto ante la
librería del escritor, en la que los volúmenes de poesía española, los libros en
alemán y buena parte de la colección Austral conviven pacíficamente. La cosa
continuó después con un paseo por Hannover hasta su ayuntamiento, edificio
superviviente de los bombardeos aliados, donde unas maquetas ilustran la
destrucción de la ciudad al final de la II Guerra Mundial en uno de esos
ejercicios de memoria de la Alemania inmune al olvido que complacen a Aramburu
y que
este, como se verá, reclama para la Euskadi posterior a ETA.
“¿De qué sirve hablar de la
derrota de la banda si luego predomina un relato que glorifica a la
organización?”
PREGUNTA. La novela arranca con el
anuncio del alto el fuego, el 20 de octubre de 2011. ¿Dónde estaba usted entonces?
RESPUESTA. En casa, donde paso la mayor parte de
mi vida desde que me dedico exclusivamente a escribir. Me pareció una
escenificación ridícula. Sé desde hace tiempo que la maldad es compatible con
la ridiculez. Esa manera de presentarse con la cara tapada es simbólicamente
una falta de valentía y de transparencia. La argumentación además fue de una
ligereza intelectual que tiraba de espaldas, pero, bueno, dejaron de matar,
esperemos que para siempre.
P. ¿Ese alto el fuego es sinónimo de paz?
R. No. La paz es algo más complejo que el hecho
de que tres tipos con la cara tapada digan detrás de una mesa que no van a
matar más. Hay un punto que todavía no me permite hablar de paz y es el dolor
de las víctimas. Supongo que se ha delegado en el transcurso del tiempo y en el
olvido llegar a una situación que mereciera el calificativo de paz, pero aún
hay muchas preguntas pendientes.
P. Si ETA siguiera matando, ¿podría haber
escrito Patria?
R. La novela está escrita independientemente
de lo que haga o diga ETA.
P. De haber vivido en San Sebastián estos
años…, ¿habría podido publicar la parte de su literatura en torno al
terrorismo?
R. Podría haberlo hecho y después podría haber
recibido un paquete bomba. El que se interponía en el camino de esa gente se
convertía en un enemigo que había que eliminar.
R. Yo me fui de mi tierra natal, creo que para
siempre, en los ochenta. En 1985 ya era residente fijo en Alemania. Y lo hice
porque no nací árbol que desarrolla toda su vida donde germina la semilla.
Entonces pensé que me había ido dando un portazo, como diciendo “ahí os quedáis
con vuestra realidad, nada satisfactoria para mí, que yo busco otra realidad,
con otros valores culturales”. Pensé sinceramente que había roto completamente
con mis orígenes. Luego se ha revelado que no. He sido incapaz de cortar con
aquello por el escándalo íntimo que sentía al ver que, en nombre de mi mismo
origen cultural, se cometían crímenes atroces, y que estos eran tolerados e
incluso aplaudidos por una parte de la población. Aun cuando yo podría haberme
creado una vida apacible al margen de todo aquello, el asunto me ha seguido
como una obsesión. Soy incapaz de estar callado, necesito opinar contra eso.
Noto aquí el influjo de mi educación cristiana, con algunos principios, como el
de la compasión, compatibles con mi descreimiento actual. Eso determina mi
discurso. Por otro lado, me pegó muy fuerte la lectura de El hombre
rebelde, de Camus, que supuso una lección moral impagable: el
rebelde es el que dice no, pero a continuación dice un sí. Algo niega, algo
rompe o derriba, pero a continuación aporta algo positivo.
P. El trío formado por Los
peces de la amargura, Años lentos y esta Patria,
¿se lo planteó como una trilogía?
R. No. Aunque entiendo que Los peces de la
amargura se vea como un antecedente de Patria. Aquel libro
trataba principalmente de vivencias de las víctimas. En la novela me propuse
trazar un dibujo general de la sociedad vasca con participación de todos los
actores implicados: victimarios, víctimas y demás vecinos.
“Se dice que hay que pasar
página, que no podemos estar pensando en los muertos, en el charco de sangre…
Yo me opongo”
P. ¿Por qué merecía esta, frente a las
otras, ser contada con la estructura de una novela clásica?
R. En este caso tenía la escena final, vagamente
entrevista. Para mí, lo que llamamos técnica literaria es lo primero y la
historia está al servicio de dicha técnica. Las historias son como el hueso de
la aceituna. Van incluidas. Siento decirlo así, pero lo que realmente me anima
a escribir es el hecho del juego con el idioma. Para mí la novela se define por
la presencia activa de unos personajes que pongo a convivir.
P. Usted nació el mismo año de la
fundación de ETA.
R. Desgraciadamente, me he visto envuelto por ese
fenómeno toda la vida. No tengo que acudir al asunto, lo llevo conmigo como una
verruga negra y asquerosa.
P. Cuando era un adolescente en los
setenta, ETA tuvo para algunos cierto atractivo… ¿Nunca sintió esa fascinación?
R. Esto lo viví de cerca. Había una simpatía
general hacia ETA porque se pensaba que la banda luchaba contra el franquismo,
pero después, con la Transición y las primeras elecciones, la legalización de
los partidos, la amnistía…, empezó a sonar raro que siguieran matando. Estuve
expuesto a caer en el abismo como algunos chavales de mi barrio, que ingresaron
en ETA. No me terminaba de convencer que se pudiera hacer el bien matando. Los
libros terminaron de vacunarme contra el fanatismo.
P. En su anterior obra, la colección de
ensayos Las letras entornadas, cuenta que fue
durante el entierro del senador Enrique Casas, en 1984 en San Sebastián, cuando
tomó conciencia y se dijo a sí mismo: “Algún día escribiré sobre esto”… ¿Qué
sucedió en todo ese tiempo para que no se decidiese a cumplir su promesa?
R. Aquel suceso fue determinante. Leía noticias
sobre atentados, veía imágenes de televisión y fotos, pero todo esto lo miraba
como a través de un escaparate. Cuando fue asesinado Casas, fui por curiosidad
al barrio de Gros y vi cómo introducían su ataúd en la Casa del Pueblo. La
presencia física de la muerte supuso una conmoción. No podía creer que todo ese
dolor fuese solo con el fin de sacar réditos políticos. Cuando llegué a
Alemania estuve unos años sin escribir. Me dediqué a aprender alemán y a
reaprender mi idioma con voluntad creativa. De paso, vi el modo cómo los
alemanes afrontaban el pasado nazi de su país y comprobé que la mayoría no
querían mirarse en aquel espejo atroz. En lugar de evitar el espejo, se
pusieron unos ojos pedagógicos. Eso también me ayudó a entender el problema
vasco.
R. Ahora se está dando en Euskadi (aunque
cuantitativamente los crímenes no se pueden comparar con los de Hitler) un
proceso parecido al que se dio en Alemania, cuando a la guerra siguió un
periodo de deseo de olvido. En Euskadi, la gente quiere mirar hacia delante, se
dice. O se dice que hay que pasar página, que no podemos estar continuamente
pensando en los muertos, en el charco de sangre y tal… Yo me opongo. Aunque no
llego al extremo de Hannah Arendt, que postulaba el relato constante, soy
partidario de que se cree un espacio de la memoria. Un lugar al que los
ciudadanos puedan acudir para encontrar respuesta a sus preguntas. ¿Qué pasó?
¿Quién lo hizo? ¿Quién lo padeció? Y esa tarea concierne a los escritores
también. Es lo que yo pretendo. Si no he estado a la altura, hay papeleras para
tirar mis libros.
P. En Patria
se nota cierta compasión hacia la historia del etarra Joxe Mari. ¿Ha pretendido
operar desde la equidistancia?
R. En absoluto. He aplicado la cámara fotográfica
y en la foto han salido las torturas en comisarías y cuartelillos, la vida
carcelaria o las penalidades que pasan los padres de los presos de ETA cuando
tienen que viajar lejos y se exponen a sufrir accidentes de tráfico. Lo que no
hago es equiparar ambos dolores. El hecho
de que los GAL mataran a un militante de ETA no quiere decir que una víctima
de ETA ya no lo sea porque murió la otra. Yo tengo un aforismo que dice
que lo contrario de un puñetazo con la mano derecha no es un puñetazo con la
mano izquierda, sino un abrazo. Lo contrario de los GAL o de ETA es la
democracia, que es donde yo me sitúo. Dicho lo cual, no cabe la menor duda de
que se han cometido atrocidades contra personas detenidas y ha habido
asesinatos, en el libro menciono alguno, como el del conductor de autobuses
[Mikel Zabalza, cuyo cadáver apareció en el Bidasoa esposado tras su detención
el 26 de noviembre de 1985 por la Guardia Civil en el cuartel de Intxaurrondo].
Ahora bien, no paro la narración para señalar lo que es bueno o es malo. No
creo en los escritores que se ponen al servicio de un partido o una idea fija.
P. En Patria
señala de nuevo la connivencia de cierta Iglesia en el País Vasco con el
terrorismo…
R. No me gusta hablar de la Iglesia en general,
sino de curas en particular. Ha habido connivencia por parte de algunos. Nos lo
ha contado la historiografía, también el periodismo. En el
funeral de Txomin Iturbe en Mondragón, en la parroquia de San Juan Bautista,
oficiaron cinco sacerdotes. Era el jefe de ETA, un hombre al parecer
importante al que había que enviar bendecido a la presencia del Señor. En
algunos pueblos hubo un influjo ideológico por parte del párroco local… Esto lo
he vivido yo.
P. ¿Decretaría la amnistía de los presos?
R. ¿Gratis? ¿Sin arrepentimiento? De ninguna
manera.
P. ¿Y su acercamiento?
R. No me parece mal. Humanizar la vida de la
gente me parece razonable.
P. ¿Qué acabó con ETA?
R. Creo que se dieron cuenta de que a tiros no
iban a lograr nunca el objetivo. Además, hay que reconocer que las fuerzas de
orden público de Francia y España llegaron a un gran nivel de efectividad. Es
posible que hubiera topos en la organización. No hubo una batalla de la que
salieran derrotados. Creo que hay derrotas pendientes; por ejemplo, la que tal
vez sea la más importante, la del relato. Y, por supuesto, la derrota literaria
está pendiente. Todo lo que pasó, pasó en un momento determinado, en un
presente que va quedando cada día más lejos. De qué sirve hablar de la derrota
de ETA si luego predomina un relato que glorifica a la organización. Cuantos
más testimonios seamos capaces de aportar, más difícil les será imponer la
mentira, el mito, la leyenda. Esta tarea corresponde a los contemporáneos. Los
escritores del futuro difícilmente podrán hacer uso de su memoria personal,
tendrán que acudir a las hemerotecas, preguntar a los abuelos…, y no siempre
les saldrá un relato fiable.
P. ¿Eso ha sucedido con la literatura
sobre la Guerra Civil?
R. Exacto. Todavía hay personas que reviven
de manera vicaria un acontecimiento histórico en el que no estuvieron presentes.
Se adscriben mentalmente a un bando u otro. Eso y la verdad no es lo mismo. Yo
perdí a mi abuelo en el bando republicano, me alegro de que eligiera ese bando,
pero no siento que tengo que resarcirlo históricamente. Mi responsabilidad es
con mi época, no con un pasado que no conocí.
R. Sólo si se me ocurre una historia que merezca
la pena. Ahora bien, no estoy dispuesto a atarme a un monotema.
P. ¿Se arrepintió de aquellas
declaraciones suyas en la Feria de Guadalajara, en las que dijo que “Los
escritores en lengua vasca están subvencionados y no son libres”?
R. No me arrepentí, pero maticé lo dicho, porque
eran transcripciones. En la televisión vasca se me dio la oportunidad de
aclararme. Sigo creyendo lo mismo, igual que mantengo a rajatabla mi
independencia. El tema era el de la libertad del escritor, cómo puede ser libre
o no serlo un escritor que vive en una sociedad donde actúa una banda armada.
Muchos no podían ser libres y se tuvieron que ir. Y luego hay otros escritores
que no fueron libres de otra manera, que se callaron. Y esto lo dije
públicamente después de hablar con víctimas que me decían que se sentían
desamparadas por la literatura. Se me invitó a callar. Algunas replicas me
parecieron razonables, pero muchas solo me pedían silencio. Ha habido una
financiación toda la vida de la cultura vasca. No hay más que ver el Boletín
Oficial del País Vasco. A mí eso no me parece mal, pero, ¿por qué negarlo? Y
sobre todo, cómo influye esto en un escritor? ¿Cuál es el problema? ¿Decirlo?
Creo que ahora la situación es más relajada y las susceptibilidades son
menores.
P. ¿Sería partidario de dejar que Arnaldo
Otegi se presentase a las elecciones?
R. Me da igual, no tengo tiempo que dedicarle a una
figura que pertenece a un pasado que ni él mismo quiere recordar, particularmente
él no lo quiere recordar. Por alguna razón será. Los suyos saben que está
desfasado, pero quizá piensan que aún le puede extraer algo de jugo político
todavía. La de Otegi es una figura fascinante, un hombre cubierto de barro
hasta las orejas que intenta vendernos un paquete de detergente. Su tiempo
histórico ha pasado claramente y es muy hábil haciendo como que no se da cuenta
de ello.
P. ¿Lo tiene por un hombre inteligente?
R. No es un intelectual, es un convencido de la causa y un actor. Como tal, no me parece muy brillante. Esta manera de hacerse el bueno en público no me parece muy convincente. Es un hombre manchado por la historia, de la que participó directamente. Pero ya le digo, eso no va conmigo. Tanto la política como el sentimentalismo o el fanatismo conducen directamente a la mala literatura. Para mí la literatura está muy por delante de la política, muy por delante. Yo no pongo la literatura al servicio de la política, porque si lo hiciera solo saldrían simplicidades.
R. No es un intelectual, es un convencido de la causa y un actor. Como tal, no me parece muy brillante. Esta manera de hacerse el bueno en público no me parece muy convincente. Es un hombre manchado por la historia, de la que participó directamente. Pero ya le digo, eso no va conmigo. Tanto la política como el sentimentalismo o el fanatismo conducen directamente a la mala literatura. Para mí la literatura está muy por delante de la política, muy por delante. Yo no pongo la literatura al servicio de la política, porque si lo hiciera solo saldrían simplicidades.
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