MRS. DALLOWAY, VIRGINIA WOOLF, 11 de diciembre 2014
“Os pido que ganéis dinero y tengáis
una habitación propia"
(Virginia Woolf en Una habitación
propia)
1. La sociedad victoriana, Londres y Bloomsbury. El
grupo de Bloomsbury: quién es quién.
Si algo tenía en común un grupo tan heterogéneo,
como señala uno de sus miembros, Gerald
Brenan en su Memoria personal, era su defensa a ultranza de la razón
y un gran desprecio por la religión. También compartían todos la reacción contra la
moral victoriana y el realismo del siglo XIX.
Por otra parte, todos se consideraban miembros de una élite intelectual
ilustrada, de ideología liberal y humanista, y
en su mayoría se habían educado con los mismos profesores en el Trinity College de Cambridge o
en el King's College de Londres. Propugnaron especialmente
la independencia de criterio, de expresión y de creatividad, el individualismo
esencial, el pacifismo (no olvidemos que vivieron dos guerras mundiales), la
defensa del feminismo y del espacio público y artístico de la mujer (Virginia
Wolf, Una habitación propia) y muy
especialmente, su culto a la amistad.
Integraron el grupo la escritora Virginia
Woolf, su esposo, Leonard Sidney Woolf, los filósofos Bertrand
Russell y Ludwig Wittgenstein, los críticos de arte Roger Fry y
Clive Bell,
el economista John Maynard Keynes, el escritor Gerald
Brenan, el biógrafo Lytton Strachey, el crítico literario Desmond MacCarthy, el
novelista y ensayista Edward Morgan Forster, la escritora Katherine Mansfield y los pintores Dora
Carrington, Vanessa Bell y Duncan
Grant.
En el terreno artístico sustentaron una gran
admiración por Paul Gauguin, Vincent
Van Gogh y, especialmente, Paul
Cézanne, cuyo influjo fue determinante en el caso de Grant y Bell.
2. Virginia Woolf: biografía.
Woolf fue además pionera en la
reflexión sobre la condición de la mujer, la identidad femenina y las
relaciones de la mujer con el arte y la literatura, que desarrolló en algunos
de sus ensayos; entre ellos, destaca por la repercusión que posteriormente
tendría para el feminismo Una habitación propia (1932). No sólo abordó
este tema en los ensayos, sino que también lo hizo en novelas como la
inquietante y misteriosa Orlando (1928), en la que se difuminan las
diferencias entre la condición masculina y la femenina encarnadas en el
protagonista, un aristócrata dotado de la facultad de transformarse en mujer.
Virginia Woolf a la edad de 20 años |
Hija de sir Leslie Stephen,
distinguido crítico e historiador, Virginia Woolf creció en un ambiente
frecuentado por literatos, artistas e intelectuales. Tras el fallecimiento de
su padre, en 1905, se estableció con su hermana Vanessa - pintora que se
casaría con el crítico Clive Bell - y sus dos hermanos en el barrio londinense
de Bloomsbury, que se convirtió en centro de reunión de antiguos compañeros
universitarios de su hermano mayor, entre los que figuraban intelectuales de la
talla del escritor E. M. Forster, el economista J. M. Keynes y los filósofos
Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, y que sería conocido como el grupo de
Bloomsbury. Elementos comunes de esta heterogénea élite intelectual fueron la
búsqueda del conocimiento y del placer estético entendidos como la tarea más
elevada a que debe tender el individuo, así como un anticonformismo político y
moral.
En 1912, cuando contaba treinta años, se
casó con Leonard Woolf, economista y miembro también del grupo, con quien fundó
en 1917 la célebre editorial Hogarth Press, que editó la obra de la propia
Virginia y la de otros relevantes escritores, como Katherine Mansfield, T. S.
Eliot o S. Freud. Sus primeras novelas, Viaje de ida y Noche y día,
ponen ya de manifiesto la intención de la escritora de romper los moldes
narrativos heredados de la novelística inglesa anterior, en especial la
subordinación de personajes y acciones al argumento general de la novela, así
como las descripciones de ambientes y personajes tradicionales; sin embargo,
estos primeros títulos apenas merecieron consideración por parte de la crítica.
Sólo con la publicación de La
señora Dalloway y Al faro comenzaron a elogiar los críticos su
originalidad literaria. En estas obras llaman ya la atención la maestría
técnica y el afán experimental de la autora, quien introducía además en la
prosa novelística un estilo y unas imágenes hasta entonces más propios de la
poesía. Desaparecidas la acción y la intriga, sus narraciones se esfuerzan por
captar la vida cambiante e inasible de la conciencia.
Influida por la filosofía de Henri
Bergson, experimentó con especial interés con el tiempo narrativo, tanto en su
aspecto individual, en el flujo de variaciones en la conciencia del personaje,
como en su relación con el tiempo histórico y colectivo. Así, Orlando
constituye una fantasía libre, basada en algunos pasajes de la vida de Vita
Sackville-West, amiga y también escritora, en que la protagonista vive cinco
siglos de la historia inglesa. En Las olas presenta el «flujo de
conciencia» de seis personajes distintos, es decir, la corriente preconsciente
de ideas tal como aparece en la mente, a diferencia del lógico y bien trabado
monólogo tradicional.
Escribió también una serie de ensayos
que giraban en torno de la condición de la mujer, en los que destacó la
construcción social de la identidad femenina y reivindicó el papel de la mujer
escritora, como en Una habitación propia. Destacó a su vez como crítica
literaria, y fue autora de dos biografías: una divertida recreación de la vida
de los Browning a través de los ojos de su perro (Flush) y otra sobre el
crítico Robert Fry (Fry). En uno de los accesos de una enfermedad mental
que había obligado a ingresarla en varias ocasiones a lo largo de su vida, el
28 de marzo de 1941 desapareció de su casa de campo, se puso el abrigo, llenó los
bolsillos con piedras y se lanzó al río Ouse cerca de su casa ahogándose. Su cuerpo
no fue encontrado hasta el 18 de abril. Su esposo enterró sus restos incinerados
bajo un árbol en Rodmell, Sussex.
3. Virginia Wolf: psicopatología.
- Antecedentes familiares:
En el caso de
Virginia, se puede afirmar que existe una Historia de trastornos afectivos
(enfermedad depresiva y maníaco-depresiva) en su familia, especialmente en la
rama paterna:
·
Su abuelo tuvo al
menos 3 episodios depresivos.
·
Su primo -JK Stephen- fue un prometedor escritor
que desarrolló un trastorno maníaco y tuvo que ser confinado debido a su
agresividad.
·
El padre de Virginia padeció episodios
depresivos.
·
Su madre, Julia, tuvo un duelo patológico tras
la muerte de su primer marido, momento a partir del cual “se sintió muerta”.
·
Su hermanastra, Laura, hija del primer
matrimonio de su padre, fue declarada mentalmente
incapaz (¿retraso mental?) y fue ingresada en un psiquiátrico en 1891.
·
Su hermana Vanessa, tuvo un episodio depresivo
tras perder el hijo que esperaba. Los síntomas que presentó eran similares
-según los familiares- a los que solía presentar Virginia.
- Historia personal:
·
En 1895,
cuando Virginia contaba 13 años, murió
su madre.
·
Desde que
murió su madre hasta que se casó con Leonard, ella y su hermana Vanessa,
sufrieron abusos sexuales por parte de sus hermanastros Gerald y George, hijos
del primer matrimonio de su madre
·
En 1897,
su hermanastra Stella, que hasta entonces había hecho las veces de madre, murió
de peritonitis cuando estaba embarazada.
·
En 1904 muere su padre.
·
En 1913 se
casa con Leonard Woolf, con el que compartió un lazo afectivo muy fuerte. De
hecho, en 1937, Woolf escribió en su diario: «Hacer el amor — después de 25
años que no podemos tolerar el estar separados... ver que es un enorme placer
ser deseado: una esposa. Y nuestro matrimonio tan completo”
- Historia clínica:
·
Primer
episodio depresivo poco después de la muerte de su madre (1895) que duró
aproximadamente 6 meses. Se culpaba a sí misma por su muerte, tendía a
menospreciarse sobre todo al compararse con su hermana Vanessa y los
desconocidos la aterrorizaban. Después, comenzó a estar
irritable e inquieta.
·
Un mes más tarde de la muerte de su padre (1904)
volvió a sentirse triste y culpable. Comenzó a oír voces que la incitaban a
hacer disparates y finalmente, se tiró por la ventana de su casa sin graves
consecuencias para ella.
·
El tercer episodio de la enfermedad de Virginia
tuvo lugar en 1913, poco después de haberse casado con Leonard Woolf. Este
período de la enfermedad de Virginia está muy bien documentado porque Leonard
llevaba un minucioso diario de la enfermedad de su esposa.
- Sintomatología:
Las crisis, centradas en modificaciones
intensas del humor, se sucedieron a lo largo
de toda su vida. El diagnóstico de su enfermedad, en términos actuales, sería trastorno
bipolar. Su estado mental está ampliamente documentado a través de sus
diarios y obras de ficción, lo que la hace atractiva a los ojos de psicólogos y
psiquiatras interesados en conocer cómo se vive "desde dentro" el mencionado trastorno mental.
·
El ánimo
predominante fue depresivo: lentitud del pensamiento e ideación, pesimismo,
desesperanza, ideas recurrentes de suicidio, horror a la soledad e
hipersensibilidad extrema a la gente, desamparo, incapacidad de vibrar con el
medio, autocrítica despiadada, sentimientos de culpa infundados, imposibilidad
de concentrarse en la lectura y escritura –“mi mente se anudó”, decía-,
despersonalización. Pérdida del apetito, amenorrea, jaquecas que le taladraban
el occipucio, insomnio pertinaz (“aquellas interminables noches que no se
acababan a las doce, sino que siguen en números dobles: trece, catorce hasta
que lleguen a los veinte..., no hay nada para evitar que sean así si deciden
serlo”). Su diario denuncia: “Te hundes en el pozo y no hay nada que te proteja
contra el asalto de la verdad. Allí abajo no puedo escribir ni leer; sin
embargo, existo, soy”.
En los períodos depresivos creía que ella tenía la
culpa de su estado y que su situación era un castigo merecido. No podía
concentrarse ni escribir y se negaba a comer porque la daban asco las partes de
su cuerpo relacionadas con la comida (boca, tripa...). Tendía a menospreciarse,
sobre todo cuando se comparaba con su hermana Vanesa.
La propia Virginia relacionaba
su temor a las relaciones sexuales y la repulsión que su cuerpo la producía con
los abusos sexuales que sufrieron (ella y su hermana) por parte de sus
hermanastros: Gerald y George. Su cuerpo le producía tanta vergüenza que no
podía soportar el verse contemplada en un espejo. Al parecer, sus primeras
relaciones sexuales con Leonard reactivaron recuerdos de su pasado
particularmente dolorosos para ella.
·
En los períodos de manía, su marido describe
su incesante hablar: "hablaba casi sin parar durante 2 o 3 días", se
hacía preguntas y se contestaba a sí misma. Incluso, una mañana, Leonard la
descubrió hablando con su madre. Su lenguaje se volvía incoherente, decía que
era una "mezcla de palabras disociadas". Estaba irritable, la
emprendía contra él y, por regla general, contra todos los hombres.
La enfermedad, que comenzó en la pubertad temprana, la condujo a la muerte al
tercer intento planificado de suicidio. Después de acabar el manuscrito de una
última novela (publicada póstumamente),”Entre actos”,
padeció una depresión parecida a las que había tenido anteriormente. El
estallido de la Segunda Guerra Mundial, la destrucción de
su casa de Londres y la fría acogida que tuvo su biografía sobre su amigo Roger Fry
empeoraron su condición hasta que se vio incapaz de trabajar.
Como ya hemos comentado en el apartado 2, el 28 de marzo
de 1941 Virginia Woolf
se suicidó ahogándose
en el río Ouse.
Esta es la nota póstuma que dejo a su marido:
“Querido:
Siento con absoluta seguridad que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos
pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Yo sé que esta vez no podré
recuperarme. Estoy comenzando a oír voces, y me es imposible concentrarme. Así
que hago lo mejor que puedo hacer. Tú me has dado la máxima felicidad posible.
Has sido en todos los sentidos todo lo que uno puede ser. No creo que haya
habido dos personas más felices que nosotros, hasta que ha venido esta terrible
enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí tú
podrás trabajar. Sé que lo harás, lo sé. Ya ves que no puedo ni siquiera
escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo
a ti toda la felicidad que he tenido en mi vida. Has sido totalmente paciente
conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirlo — todo el mundo lo sabe. Si
alguien hubiera podido salvarme ese alguien hubieras sido tú. Ya no queda en mí
nada que no sea la certidumbre de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida
durante más tiempo. No creo que dos personas puedan ser más felices de lo que
lo hemos sido tú y yo. Virginia.”
[I feel certain I am going mad again.
I feel we can't go through another of those terrible times. And I shan't
recover this time. I begin to hear voices, and I can't concentrate. So I am
doing what seems the best thing to do. You have given me the greatest possible
happiness. You have been in every way all that anyone could be. I don't think
two people could have been happier till this terrible disease came. I can't
fight any longer. I know that I am spoiling your life, that without me you
could work. And you will I know. You see I can't even write properly. I can't
read. What I want to say is I owe all the happiness of my life to you. You have
been entirely patient with me and incredibly good. I want to say that everybody
knows it. If anybody could have saved me it would have been you. Everything has
gone from me but the certainty of your goodness. I can't go on spoiling your
life any longer. I don't think two people could have been happier than we have
been. Virginia.]
Influencia de la enfermedad mental en la creación
literaria de Virginia Woolf:
Su esposo, Leonard Woolf, escribe en 1964: “Estoy
seguro de que el ingenio de Virginia se relacionaba de modo estrecho con lo que
manifestaba como enfermedad mental y locura. La imaginación creativa en sus
novelas, su capacidad de conversación para “dejar la tierra” y las ilusiones
volubles de las crisis provenían del mismo lugar de su mente….en realidad fue
la cruz de su vida, la tragedia de su ingenio”
Ella misma aseguraba que entresacaba el material para su obra de ficción de
las experiencias vividas por ella en sus frecuentes períodos de enfermedad,
especialmente en las fases maníacas, en las que "las ideas manaban como un
volcán". Parece ser que algunos de los síntomas propios de la enfermedad
facilitaban la creatividad de Virginia, especialmente la fuga de ideas (trastorno
de la velocidad del pensamiento caracterizado por un flujo incesante de
asociaciones, de modo tal que el pensamiento cambia de tema de manera constante
y sin motivo, o salta a otro contenido ante cualquier estímulo externo, sin
importar su relevancia).
Otros síntomas referidos por la propia Virginia se
refieren a la velocidad de los pensamientos, fenómeno conocido como
taquipsíquia. Por ejemplo, ella dice que "los pensamientos volaban por
delante y la razón iba a la zaga". A veces, los pensamientos se la
presentaban en forma de voces. Dice: "Seguir mis pensamientos era como seguir
una voz que habla demasiado deprisa para que la anote un lápiz; y la voz era la
mía propia diciendo cosas innegables, imperecederas, contradictorias". La
imagen de los pájaros cantando en griego "que no existe el crimen, que no
hay muerte" aparece en La señora
Dalloway.
Vivió también períodos en los que tuvo
incapacidad absoluta para crear: “no podía escribir y salieron todos los
diablos: diablos negros y peludos”. Tras finalizar cada novela se espantaba:
“Ahora vendrá la época de la depresión, después la congestión, la sofocación...
El horror es que mañana, después de este día ventoso de prórroga..., deberé
empezar por el principio... ¿Por qué, oh, por qué? Nunca más...”.
En La señora Dalloway, a través de su personaje Septimus
Smith bucea en las experiencias de su enfermedad. Este personaje fue tachado de
loco por los psiquiatras, guardianes de la normalidad en la época victoriana,
porque rechazó las normas de la sociedad en que vivía.
Septimus es enviado a la guerra (1ª Guerra
Mundial.) y allí se le enseña a no sentir. Al volver a casa, los estratos
dominantes de la sociedad tratan de segregarlo y silenciarlo para mantener la
normalidad por la que luchó. Septimus Smith tenía alucinaciones visuales en las
que todo lo que había visto en el frente volvía a agredir su vista, asociaba
toda experiencia con lo vivido en la guerra (por ejemplo, el sonido de las
campanas llegaba a sus oídos como un cañonazo). Tenía, también, delirios
megalomaníacos: únicamente él conocía el significado y el destino del mundo.
Además, los mensajes que Septimus tenía que comunicar al mundo ("No existe
la muerte", "No existe el mal") son ejemplos del principal
mecanismo de defensa utilizado por el paciente maníaco: la negación. Septimus
confunde los objetos reales y las palabras. Para él, las palabras no se
refieren a ningún aspecto de la realidad, sino que son señales que se refieren
a él pero no reconoce como propias.
En esta obra Virginia Woolf deja entrever su
creencia sobre la causa de su enfermedad. Para ella, era el no sentir nada ante
la muerte de un ser querido lo que desencadenaba la enfermedad. Por eso,
Septimus se psicotiza cuando es incapaz de sentir nada ante la muerte de su
mejor amigo en el frente.
Virginia Woolf en 1927 |
4. Virginia Woolf: obra.
Una habitación propia,
1929
Orlando, 1928
Al faro, 1927
La señora Dalloway, 1925
El cuarto de Jacob, 1922
Noche
y día, 1919
Fin
de viaje, 1915
5. Mrs. Dalloway
(1925)
- Para comprender mejor esta novela es fundamental explicar la técnica
literaria llamada «flujo de conciencia»
(stream of consciousness), expresión
acuñada por William James, el psicólogo y hermano del escritor, Henry, para
caracterizar el continuo flujo de pensamientos y sensaciones en la
mente humana. Más tarde se la apropiaron los críticos literarios para
describir un tipo particular de ficción moderna que intentaba imitar ese
proceso, ejemplificado, entre otros autores por James Joyce, Virginia Wolf y
William Faulkner. Con esta técnica narrativa el autor intenta recoger por
escrito el fluir del pensamiento de un personaje y se caracteriza por saltos en
el pensamiento, utilización de la primera persona y falta de puntuación.
El monólogo interior (mayor respeto a la estructura gramatical y
puntuación, uso del presente y primera persona) y el estilo indirecto libre (utilización del pasado y tercera persona,
no utilización de verbos ni expresiones introductorias del estilo indirecto) son
las técnicas literarias más utilizadas en Mrs.
Dalloway para expresar ese caudal de pensamientos y vida interior.
[Quedaría por comentar el
soliloquio que es un monólogo
dirigido a una tercera persona o a un público, más propio del teatro y de la
poesía. Ejemplos famosos serían el Ser o
no ser de Hamlet, el de Segismundo en La
vida es sueño de Calderón de la Barca o el de la protagonista de Cinco horas con Mario de Miguel Delibes]
- La señora Dalloway relata un día
corriente en la vida londinense de Clarissa Dalloway, dama de unos cincuenta
años, de origen social alto, casada con un diputado conservador y madre de una
adolescente. La historia comienza una soleada mañana de junio de 1923,
con un paseo de Clarissa por el centro de la ciudad, y termina esa misma
noche, cuando están comenzando a retirarse de casa de los Dalloway los
invitados a una fiesta. Aunque en el curso del día sucede un hecho trágico —el
suicidio de un joven que volvió de la guerra con graves problemas mentales— lo
notable de la historia no es ese episodio, ni el conjunto de pequeños sucesos y
recuerdos que la componen, sino que toda ella esté narrada desde la
mente de los personajes, esa sutil e impalpable realidad donde lo vivido se
vuelve idea, goce, sufrimiento y memoria.
El libro apareció en 1925 y fue el primero
de las tres grandes novelas (las otras son To
the Lighthouse y The Waves) con las
que Virginia Woolf revolucionaría el arte narrativo de su tiempo, creando un
lenguaje capaz de recrear la subjetividad humana, los meandros y ritmos
escurridizos de la conciencia. Su hazaña no es menor que las similares de
Proust y de Joyce, a las que complementa y enriquece con un matiz particular: el
de la sensibilidad femenina. En La
señora Dalloway la realidad ha sido reinventada desde una perspectiva en la
que se expresan no exclusiva pero sí principalmente la idiosincrasia y la
condición de la mujer. Y son, por eso, las experiencias femeninas de la
historia las que más vividamente perduran en el recuerdo del lector, por la
verdad esencial que parece animarlas, como el de aquella fugaz y formidable
anciana, la tía de Clarissa, Miss Helena Parry, que, a sus ochenta y pico de
años, en el revuelo de la fiesta, sólo recuerda la Birmania donde vivió de
joven, las salvajes y esplendorosas orquídeas que arrancaba y reproducía en
acuarelas.
A veces, en las obras maestras que inauguran una
nueva época en la manera de narrar, la forma descuella de tal modo sobre los
personajes y la anécdota que la vida parece congelarse, evaporarseUlises de Joyce, y lo que lleva casi a la
ilegibilidad a Finnegan’s Wake. En La señora Dalloway no sucede nada de eso (aunque en To the Lighthouse y, sobre todo, en The Waves, estuvo a punto de suceder):
el equilibrio entre la forma y el fondo del relato es absoluto y nunca tiene el
lector la sensación de estar asistiendo a lo que también es el libro, un audaz
experimento; únicamente, al delicado e incierto tramado de ocurrencias que
protagonizan un puñado de seres humanos en una cálida jornada de verano, por
las calles, parques y viviendas del centro de Londres. La vida está siempre
allí, en cada línea, en cada sílaba del libro, desbordante de gracia y de
finura, prodigiosa e inconmensurable, rica y diversa en todos sus instantes y
posturas. «Beauty was everywhere [La
belleza estaba por todas partes]», piensa, de pronto, Septimus Warren
Smith, a quien el miedo y el dolor llevarán a matarse. Y es verdad, en La señora Dalloway, el mundo real ha
sido rehecho y perfeccionado de tal manera por el genio deicida del creador que
todo en él es bello, incluido lo que en la deleznable realidad objetiva tenemos
por sucio y por feo.
El embellecimiento sistemático de la vida,
gracias a su refracción en sensibilidades exquisitas, capaces de disfrutar en
todos los objetos y en todas las circunstancias la secreta hermosura que
encierran, es lo que confiere al mundo de La
señora Dalloway su milagrosa originalidad. Así como la anciana Miss Parry
ha abolido de sus recuerdos de Birmania todo, salvo las orquídeas y unas
imágenes de desfiladeros y culíes, el mundo de la ficción ha segregado del real
el sexo, la miseria y la fealdad y metamorfoseado todo lo que de alguna manera
los recuerde en sentimiento convencional, alusión intrascendente o placer
estético. Al mismo tiempo, intensifica la presencia de las cosas ordinarias, de
lo banal, de lo intangible, hasta vestirlos de una insospechada suntuosidad e
impregnarles un relieve, una palpitación vital y una dignidad inéditos. Esta transformación
«poética» del mundo es radical y, sin embargo, no resulta inmediatamente
perceptible, pues, si lo fuera, daría al lector la impresión de una forzada
tergiversación de la vida real, y La
señora Dalloway, por el contrario, parece sumergirnos de lleno en lo más
auténtico de la experiencia humana. Pero lo cierto es que la reconstrucción
fraudulenta de la realidad que el libro opera, reduciendo aquélla a pura
sensibilidad estética del mayor refinamiento, no puede ser más profunda ni
total. Ese mundo en el que todos los personajes sin excepción gozan de la
maravillosa aptitud de detectar lo que hay de extraordinario en lo vulgar, de
eterno en lo efímero y de glorioso y heroico en la mediocridad, no es ni más ni
menos que la propia Virginia Woolf. Pues los seres de esta ficción
han sido fraguados a su imagen y semejanza.
Pero ¿son en verdad los personajes de la novela
quienes poseen este singular atributo o lo tiene, más bien, aquel personaje que
los relata, los dicta y a menudo habla por su boca? Me refiero al narrador
—aunque aquí convendría tal vez hablar de la narradora— de la historia. Éste
es, siempre, el personaje central de una ficción. Invisible o presente, uno o
múltiple, encarnado en la primera, segunda o la tercera persona, dios
omnisciente o testigo. Aplicado en la novela, el narrador es la primera y la
más importante criatura que debe inventar un novelista para que aquello que
quiere contar resulte convincente. El huidizo y ubicuo narrador de La señora
Dalloway es el gran éxito de Virginia Woolf en este libro, la razón de ser de
la eficacia de la magia y el irresistible poder de persuasión que emana de la
historia.
El narrador de la novela está siempre instalado en
la intimidad de los personajes, nunca en el mundo exterior. Lo que nos narra
de éste llega a nosotros filtrado, diluido, sutilizado por la sensibilidad de
aquellos seres, jamás directamente. Son las conciencias en movimiento de
la señora Dalloway, de Richard, su marido, de Peter Walsh, de Elizabeth, de
Doris Kilman, del atormentado Septimus o de Rezia, su esposa italiana, la
perspectiva desde la cual va siendo construida aquella cálida mañana de junio,
trazadas las calles londinenses con su algarabía de bocinas y motores, los verdes
y perfumados los parques por donde pasean los personajes. El mundo objetivo se
disuelve en esas conciencias antes de llegar hasta el lector, se deforma y
reforma según el estado de ánimo de cada cual, se añade de recuerdos e
impresiones y se llena de fantasmas con los sueños y fantasías que suscita en las
mentes. De esta manera, el lector de La
señora Dalloway nunca está
personalmente encarado con la realidad primera donde tiene lugar la novela,
sólo con las diferentes versiones subjetivas que de ella tejen los
personajes. Esa sustancia inmaterial, huidiza, y, sin embargo,
esencialmente humana que es la vida hecha recuerdo, sentimiento, sensación,
deseo, es el prisma a través del cual el narrador de La señora Dalloway va mostrando el mundo y refiriendo la anécdota.
Y a ello se debe la extraordinaria atmósfera que, desde las primeras líneas,
consigue la novela: la de una realidad suspendida y sutil, en la que la materia
parecería haberse contaminado de cierta idealidad y estar disolviéndose
íntimamente, dotada de la misma calidad evasiva que la luz, que los olores, que
las tiernas y furtivas imágenes de la memoria.
Es este clima o ámbito inmaterial, evanescente, del que nunca salen los personajes lo que da al lector de La señora Dalloway la impresión de hallarse ante un mundo totalmente extraño, pese a que las ocurrencias de la novela no pueden ser más triviales ni anodinas. El repliegue en lo subjetivo es uno de los rasgos del narrador; otro es desaparecer en las conciencias de los personajes, transubstanciarse con ellas. Se trata de un narrador excepcionalmente discreto, que evita hacerse notar y que está saltando con frecuencia —pero siempre, tomando las mayores precauciones para no delatarse— de una a otra intimidad. Cuando existe, la distancia entre el narrador y el personaje es mínima y constantemente desaparece porque aquél se esfuma para que éste lo reemplace: la narración se vuelve entonces monólogo. Estas mudanzas ocurren a cada paso, a veces varias en una misma página, y, pese a ello, apenas lo advertimos, gracias a la maestría con que el narrador lleva a cabo sus transformaciones, desapariciones y resurrecciones.
¿En qué consiste esta maestría? En la sabia alternancia del estilo indirecto libre y del monólogo interior, y en una alianza de ambos métodos narrativos. El estilo indirecto libre, inventado por Flaubert, consiste en narrar a través de un narrador impersonal y omnisciente —es decir, desde una tercera persona gramatical— que se coloca muy cerca del personaje, tan cerca que a veces parece confundirse con él, ser abolido por él. El monólogo interior, perfeccionado por Joyce, es la narración a través de un narrador personaje —el que narra desde la primera persona gramatical— cuya conciencia en movimiento es expuesta directamente (con distintos grados de coherencia o de incoherencia) a la experiencia del lector. Quien cuenta la historia de La señora Dalloway es, por instantes, un narrador impersonal, muy próximo al personaje, que nos refiere sus pensamientos, acciones, percepciones, imitando su voz, su deje, sus reticencias, haciendo suyas sus simpatías y sus fobias, y es, por instantes, el propio personaje cuyo monólogo expulsa del relato al narrador omnisciente.
Estas «mudas» de narrador ocurren innumerables veces en la novela, pero sólo en algunas ocasiones son evidentes. En muchas otras no hay manera de determinar si quien está narrando es el narrador omnisciente o el propio personaje, porque la narración parece discurrir en una línea fronteriza entre ambos o ser ambos a la vez, un imposible punto de vista en el que la primera y la tercera persona gramatical habrían dejado de ser contradictorias y formarían una sola. Este alarde formal es particularmente eficaz en los episodios relativos al joven Septimus Warren Smith, a cuya desintegración mental asistimos, alternativamente, desde una vecindad muy cercana o la compartimos, absorbidos, se diría, gracias a la astuta hechicería del lenguaje, por el insondable abismo de su inseguridad y de su pánico.
Septimus Warren Smith es un personaje dramático, en una novela donde todos los demás tienen vidas convencionales y previsibles, de una rutina y aburrimiento que sólo el vivificante poder transformador de la prosa de Virginia Woolf llena de encanto y misterio. La presencia de ese pobre muchacho que fue como voluntario a la guerra y volvió de ella condecorado y, en apariencia, indemne, pero herido en el alma, es inquietante además de lastimosa. Porque deja entrever que, pese a tantas páginas dedicadas a ensalzarlo en lo que tiene de hermoso y de exaltante, no todo es bello, ni ameno ni fácil ni civilizado en el mundo de Clarissa Dalloway y sus amigos. Existen, también, aunque lejos de ellos, la crueldad, el dolor, la incomprensión, la estupidez, sin los cuales la locura y el suicidio de Septimus resultarían inconcebibles. Están mantenidos a distancia por los ritos y la buena educación, por el dinero y la suerte, pero los rondan, al otro lado de las murallas que han erigido para ser ciegos y felices y, en ciertos momentos, con su acerado olfato, Clarissa lo presiente. Por eso la estremece la imponente figura de Sir William Bradshaw, el alienista, en quien ella, no sabe por qué, adivina un peligro. No se equivoca: la historia deja muy claro que si al joven Warren Smith lo desquicia la guerra, es la ciencia de los psiquiatras la que lo hace lanzarse al abismo. Sin la pequeña huella de cruda realidad que la historia de Septimus Warren Smith deja en el libro, no sería tan impoluto y espiritual, tan áureo y tan artístico el mundo en el que nació —y contribuye tanto a crear— Clarissa Dalloway.
- Para
concluir el análisis de Mrs. Dalloway cito
a continuación una serie de temas y símbolos
que podemos comentar en la reunión si hay tiempo.
· Temas: la comunicación, las
consecuencias de la guerra (shock postraumático)
y la incipiente desilusión con el Imperio Británico, el paso del tiempo y el
miedo a la muerte, la opresión social y patriarcal, las referencias a
Shakespeare (Cimbelino y Otelo), Londres.
· Símbolos: las flores, la fiesta,
Londres, el Big Ben, la autoridad política y la autoridad científica, la navaja
de Peter Walsh, la anciana de la ventana, la canción de la mujer del metro.
6. Los
recorridos por Londres en Mrs. Dalloway.
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¿Quién sabe por qué la queremos así,
por qué la vemos de esta manera, por qué la elevamos a nuestro alrededor, la
construimos, la destruimos y, a cada minuto, la recreamos?
6. Algunos pensamientos de Virginia Woolf:
Soñé que estaba mirando
en un espejo cuando un rostro horrible – el rostro de un animal – apareció de
repente sobre mi hombro. No puedo estar segura de si fue un sueño o si sucedió. (Momentos
de vida)
La independencia
de la mujer: Les dije
suavemente que bebieran vino y que tuvieran una habitación propia. (Una habitación propia, Lumen)
Sexualidad: Por diversos que sean los sexos, se
confunden. No hay ser humano que no oscile de un sexo a otro, y a menudo sólo
los trajes siguen siendo varones o mujeres, mientras que el sexo oculto es lo
contrario del que está a la vista. (Orlando, capítulo 4. Lumen)
El papel de la mujer en política: Me desagrada dejar sin contestación una carta tan notable como la
suya, una carta que quizá sea única en la historia de la humana
correspondencia, pues ¿cuándo se ha dado el caso, anteriormente, de que un
hombre culto pregunte a una mujer cuál es la manera, en su opinión, de evitar
la guerra. (Comienzo
de 'Tres Guineas',
Lumen)
El rol femenino: Durante
todos estos siglos, las mujeres han servido de espejos dotados del mágico y
delicioso poder de reflejar la figura del hombre al doble de su tamaño. (Una habitación propia, Lumen)
7. ¿Así era Londres, Virginia?
Una edición de exquisito diseño para seis artículos que Virginia Woolf
escribió sobre Londres por encargo de la revista Good Housekeeping y una
historia de la ciudad construida por el articulista A. N. Wilson invitan a
penetrar en calles y monumentos de la urbe bañada por el Támesis. El
costumbrismo, el feminismo, la ironía y el tono crítico con la Inglaterra
victoriana recorren las líneas del primero, mientras el segundo se vuelca con
humor en lo político y lo social.
La misma dama guerrera que se despachó a gusto
contra el realismo hegemónico en Modern Fiction, su incendiario
artículo de vanguardia, de 1919, en The Times, la niña bien de
Kensington que se instaló en Bloomsbury para ejercer de pope de las letras y
decirle que no al Ulises desde su recoleto despachito de The Hogarth
Press, la genial suicida insatisfecha se aviene a escribir por encargo estas
seis semblanzas londinenses para una revista del hogar, diez años antes de que,
enloquecida por su propio talento (¡en su cabeza sonaban poemas por las noches
y los pájaros le cantaban en griego!) tanto como por los bombardeos de Londres,
muera ahogada en el río, como la Ofelia de John Everett Millais.
Si repara el lector en el hecho de que estos textos
se dieron a la imprenta efectivamente en 1931, advertirá que constituyen un
insólito contrapunto, por su talante prosaico, a las sofisticadas performances
líricas que componen las páginas de su novela Las olas, publicada ese
mismo año.
Una prueba más del espíritu tornadizo y atrabiliario de la Woolf, que apenas si había terminado de escribir los sofisticados monólogos simbólicos de Las olas y ya enviaba a la revista Good Housekeeping -suerte de magazine para amas de casa nacido en 1924 y que continúa hoy a la venta- estas páginas, que nacen de un afán costumbrista sólo en apariencia. Enseguida discurren por los derroteros de la ironía, el compromiso con el feminismo y el librepensamiento y el british humor, agazapado a veces en una antojadiza voluntad de cotilleo, de impúdica revelación de un secreto banal, de una maldad que anime la velada en el pub ("fijémonos en los Carlyle, por ejemplo. Metámonos en la cocina. Allí, en dos segundos, nos enteramos de que no tenían agua corriente", 'Casas de grandes hombres', página 51, comentario con el que justifica varias páginas envenenadas contra los abusos sociales de la Inglaterra victoriana). Y donde Woolf escribe a sus anchas acerca de ese ancestral apego de los británicos a la chismografía elegante es en Retrato de una londinense, artículo mordaz que, a la zaga de los minuciosos y agridulces cuadros sociales de Henry James, abre el volumen presentándonos a esa quintaesencia del Londres castizo que es su señora Crowe.
Londres, como sucede en casi todas sus
novelas, contiene páginas que le dan la razón a su amigo Forster cuando,
hablando del estilo de Woolf, comentó que "constantemente está capturando
trocitos del flujo de la vida cotidiana". Es sobre todo el lector de Mrs.
Dalloway (1925) -su novela más londinense- el que callejea por
Londres con los ojos bien abiertos y la memoria espoleada, como hace la autora
en estas prosas prosaicas: la pastelería Rumpelmayer, el Big Ben, las chimeneas
de Pimlico, Clarissa Dalloway cruzando Piccadilly con capa y guantes, Mrs.
Dalloway viendo escaparates en pleno bullicio de Oxford Street, pero Virginia
Woolf paseando en 'El oleaje de Oxford Street' (página 40), "en perpetua
prisa y desorden", entre máquinas y automóviles, "un criadero, una
dinamo de sensaciones" -anota con un apunte impresionista, como los de
Joyce en Dublín, Döblin en Berlín, Gadda en Milán, Proust en París o Dos Passos
en Nueva York-, imágenes de la modernidad vanguardista de un Londres "que
no ha sido construido para durar, sino para pasar" (página 43).
Eso es Londres, un álbum fotográfico (carretillas de reparto, balas de lana sobre las barcazas del Támesis, tumbas y estatuas en Saint Paul) cuyos pies de foto esconden sátira política y crítica social a partes iguales. En 'Ésta es la Cámara de los Comunes' (página 87), Woolf escribe "veamos si la democracia que construye edificios supera a la aristocracia que modelaba estatuas", la misma que desplegó un imperio colonial cuyos frutos se desparraman a lo largo y ancho de 'Los muelles de Londres', decrépita y metafórica cornucopia. El Londres de Woolf, muy lejos ya de ser el escenario para un retrato de época, como lo fue en manos de Dickens, deviene en cambio el subterfugio idóneo para dar rienda suelta a su infatigable afán crítico, a su mirada seductora e indiscreta. Espléndido libro, publicado por añadidura en una hermosa edición que hubiera sin duda complacido a la fina editora que también fue Woolf.
Una tarde en
Bloomsbury, Carme Riera
Me pregunto si a ellos, los del
grupo de Bloomsbury, les hubiera divertido mucho, poco o nada la exposición.
Casi todos, en algún momento, minimizaron, cuando no negaron, su Bloomsburianismo
porque ésta era una etiqueta con la que desde fuera se les podía catalogar
mejor, es decir, hacer más llevadera por conocida, su heterodoxia.
Me pregunto, pues, si a los
miembros de la sociedad semisecreta "Los Apóstoles" -Leonard
Woolf, Lytton Strachey, Saxon Sydnedy Turner- y a los de la sociedad "Medianoche"
- Toby Stephen y Clive Bell- que entraron en contacto en el Trinity College de
Oxford a principios de siglo, y dieron origen posteriormente a la tertulia de
Bloomsbury, les hubiera hecho gracia ver expuestas sus fotografías, aireadas
sus relaciones sentimentales, exhumada su intimidad, para ser presentados ante
una caterva de mirones que, en general, apenas si conocen sus obras y mucho
menos el espíritu que las impulsó.Me pregunto también si al resto de los
bloomsburianos, a Virginia (Stephen) Woolf y a Vanessa (Stephen) Bell, a
Desmond MacCarty, a Maynard Keynes, a Roger Fry a a Duncan Grant les hubiera
gustado.
Me temo que no demasiado.
Posiblemente la señora Bell, además de pintora, excelente fotógrafa, habría
protestado por la intromisión de ojos extraños en su álbum de fotos, al que
pertenecen algunas de las más sugestivas que, a modo de galería de retratos,
nos reciben al entrar, como la de Duncan Grant con niños y gatos. Aunque quizás a John Maynard
Keynes le hubiera divertido ser huésped de honor de una entidad bancaria,
precisamente en los locales destinados a su obra social...
Tampoco sé hasta qué punto a Vanessa Bell, a Duncan Grant, pese a ser amantes, a Roger Fry, pese a haber sido amigo íntimo de aquella, les hubiera hecho maldita gracia que los rótulos con que se acompañan sus cuadros y cuya función es indicar autor, título y fecha, estén, a menudo colocados con cierto desaire, lo que se presta a atribuciones erróneas. Sin embargo, pese a todo, -allanamiento de morada, alevosía...- la exposición me parece de un gran interés didáctico. Da a conocer - aunque sea superficialmente- a ese grupo, o no-grupo, de Bloomsbury que, ante todo, constituye una tertulia de amigos: la que se iniciara el 16 de febrero de 1905 en casa de los cuatro hermanos Stephen (Toby, Adrian, Virginia y Vanessa), en el 46 de Gordon Square de Bloomsbury, zona oeste de Londres - algo así como el ensanche barcelonés -, barrio al que algunos contertulios acabarían por mudarse más tarde.
La amistad, reforzada por una
intrincada red de relaciones familiares, es, en consecuencia, el elemento
cohesionador del grupo, que rebasa los aspectos vitales para introducirse en
los artísticos. El intercambio, la reacción similar ante hechos externos, las
afinidades electivas, incluso las sentimentales, se afianzan, sin duda entre
los bloomsburianos en los años clave de la juventud, pese a que se puede hablar
de varias etapas de Bloomsbury, 1905-1907, 1907-1911, 1911-1917, e incluso del
conato de recuperación, a partir de 1920, con la creación del Memoir Club,
con el intento de desgranar nostalgias comunes, cuando ya el ocio y el buen
humor, elementos imprescindibles en cualquier tertulia de amigos, habían ido
perdiéndose, porque esos dos aspectos son casi exclusivamente consustanciales a
la juventud.
Una manera común de ver la vida, que la frase del también bloomsburiano periférico E.M. Forster resume bien: "Entre traicionar a un amigo o traicionar a la patria, espero tener el coraje de traicionar a la patria", es, a mi juicio, el rasgo que mejor define la actitud del grupo, que se empeña en no hacer caso de la moral al uso, ni en tomarse en serio el poder y la gloria, pilares que sustentaban en aquellos momentos el Imperio Británico.
El grupo de Bloomsbury- como el
grupo de Barcelona de los años cincuenta, con el que, en cierto modo,
podría guardar alguna relación- era, por encima de todo, partidario de la
felicidad, predicaba el agnosticismo y la tolerancia y se empeñaba en
considerar iguales -al menos en el ámbito de la tertulia- a mujeres y
hombres. Y esa manera de ver la vida iba a repercutir, sin duda, en una forma
parecida de entender el arte. En pintura, haciendo esfuerzos por introducir a
los artistas modernos (Cézanne, Matisse, Gauguin, Van Gogh, Picasso, cuyas
obras se ofrecieron por primera vez a los espectadores ingleses en 1910 en la
Gratfon Galleries, gracias a los esfuerzos de Roger Fry, organizador de la
primera exposición post simbolista. Los cuadros de Duncan Grant, Vanessa
Bell y del propio Roger Fry, que la exposición "El grupo de
Bloomsbury" presenta, advierten bien a las claras de la influencia que
estos artistas ejercieron en la obra de los tres pintores bloomsburianos. En
literatura, optando por unas formas innovadoras en las que el fluir de la
memoria tiene importancia capital, tal como se evidencia en las obras de
Virginia Woolf y de E. M. Foster, y en las que se observa el rechazo del
edulcorado sentimentalismo al que había sido algo propensa la literatura
inglesa desde Pamela de Richardson hasta la Little
Dorritt de Dickens. Los pintores y escritores bloomsburianos se
interesaron no sólo por lo que podemos considerar lo estrictamente pictórico o
literario, es decir, la creación en su forma más pura, sino también por
aquellos aspectos que relacionan la pintura y la literatura con los oficios,
con las llamadas artes aplicadas.
No es casual, por tanto, que en 1913 Roger Fry funde un taller de artes decorativas. Omega Workshops, en el que un equipo se dedica al diseño de muebles y objetos domésticos, desde un juego de café a un biombo, pasando por alfombras, tapices, lámparas o telas, de los que la exposición "El grupo de Bloomsbury" nos ofrece diversas muestras. En todas domina una obsesión: la pintura, pintura ecléctica en la que se combinan, con evidente sentido del humor, influencias abstractas y figurativas, fauves, cubistas y futuristas. Tampoco puede parecernos nada extraño que en 1917 tanto Virginia Woolf como su marido Leonard están interesados en la compra de una máquina impresora ni que este mismo año funden una editorial, The Hogarth Press, en la que enseguida aparece Two Stories de Virginia Woolf y L.S. Woolf, libro ilustrado con grabados de madera de Dora Carrington. The Hogarth Press dará a conocer a partir de 1917, en cuidadas ediciones, a los escritores de mayor interés como Katherine Mansfield o T. S. Eliot, así como la traducción de la obra completa de Freud. Bloomsburiano o no, ese singularísimo grupo de amigos, con tendencia a la endogamia, a quienes sus contemporáneos acusaron de haberse encerrado en una torre de marfil nos proponen todavía hoy, creo yo, alternativas válidas no sólo desde el punto de vista literario, en el que, objetivamente, fueron mejores que en el pictórico, sino incluso desde el punto de vista vital, por su sentido del humor, por su iconoclastia, su inconformismo y su propensión a desmitificar los valores del sistema.
8. Películas.
-
sobre
Virginia Wolf: La horas, basada en la
novela homónima de Michael Cunningham.
-
Mrs. Dalloway, basada en la novela homónima de Virginia Wolf
-
Orlando, basada en la novela homónima de Virginia Wolf
-
Carrington sobre Lytton Strachey y Dora Carrington
9. Otros círculos intelectuales.
-
Lord
Byron, Shelley y Mary Shelley
-
Los Lake Poets
-
Las
hermanas Brontë
-
Los
prerrafaelitas
-
Los salones
literarios franceses de los siglos XVIII y XIX (Madame Récamier y otras)
-
Giverny
-
Worpswedw
-
Gertrude Stein
en el París de entreguerras
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