jueves, 30 de abril de 2015

Amistad de juventud, Alice Munro

AMISTAD DE JUVENTUD,   ALICE MUNRO

Club de lectura, Biblioteca Municipal de Camargo
Jueves, 30 de abril 2015
Dirigido por Anaí Martínez Valinete




1. La vida secreta de Alice Munro, Elvira Lindo (4 DIC 2010)

La gran autora de las letras canadienses y una de las mejores cuentistas regresa con el deslumbrante Demasiada felicidad.
Fue en 1961 cuando en el periódico The Vancouver Sun apareció un reportaje sobre una joven escritora, Alice Munro, que había ido construyéndose una cierta reputación literaria publicando cuentos en revistas o vendiéndolos para la radio pública canadiense.
Munro tenía entonces treinta años. En la foto que abre la entrevista vemos a una mujer atractiva con sus dos hijas, de siete y cuatro años. Aunque el simple hecho de que le dedicaran un espacio en la prensa muestra que comenzaba a ser reconocida como escritora de gran talento, el titular que encabeza el reportaje delata un profundo anacronismo: "Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos". En la misma entrevista ella cuenta cómo aprovecha el tiempo de siesta de las niñas para escribir en el cuarto donde ha colocado el cuaderno y la máquina. Esa habitación propia que Virginia Woolf estableció como primordial para que una mujer accediera a una vida plena estaba situada en el caso de Munro en el cuarto de la plancha. Su hija Sheila cuenta en un libro original y conmovedor (Vida de madre e hijas. Creciendo con Alice Munro) cómo cuando ella y sus hermanas irrumpían en aquella habitación su madre retiraba el cuaderno a un lado, como si quisiera dar a entender que estaba haciendo algo tan prosaico como la lista de la compra. Hoy, a sus casi ochenta años, Munro, tan esquiva como entonces, despliega una especie de maternidad no deseada pero real sobre todos los escritores canadienses. Bautizada en su país como "nuestra Chéjov", Alice Munro construyó la base del realismo moderno canadiense, que en el país vecino, Estados Unidos, se había cimentado mucho antes; pero, además, la penuria de una niñez rural en la provincia de Ontario hace que su propio recorrido vital y el que cuenta en sus historias se hayan convertido, con el tiempo, en un espejo que agranda la vida de las personas humildes. Munro ha escrito en alguna ocasión que no necesita elaborar ni embellecer a sus personajes: "La vida de la gente es suficientemente interesante si tú consigues captarla tal cual es, monótona, sencilla, increíble, insondable". Sólo quien no tiene perspicacia para ahondar en el alma humana hace una distinción entre personajes fascinantes, con brillo social, y aquellos que parecen destinados a caer en el olvido. Estos últimos son los que pueblan el mundo imaginario de Munro, los que mejor conoce, aquellos entre los que se crió, a los que deseó ser infiel, luchando por poner tierra por medio y estudiar en la universidad, y a los que ha sido tozudamente fiel desde su literatura. Munro creció en el seno de una familia presbiteriana, no fanáticos religiosos pero sí personas de una ética muy estricta. Mientras que en Estados Unidos, el elefante dormido al otro lado de la frontera, la religión siempre estuvo aliada con la ambición económica, en estas familias de pioneros escoceses el trabajo era un fin en sí mismo y mostrar un excesivo interés por el dinero o hacer evidente cualquier tipo de veleidad ajena a la vida común era considerado un pecado de vanidad. Su padre, Robert Laidlaw, que trató infructuosamente de sacar adelante un criadero de zorros, era un hombre humilde pero amante de la literatura. Procedentes de una tradición de grandes lectores de la Biblia los Laidlaw escribieron diarios que se han convertido en auténticos relatos de la dura vida de los pioneros. La escritura sin vanidad. Esa fue la escuela moral de la joven Alice. Y a pesar de que en su propia peripecia vital se resumen los grandes cambios que para la mujer supuso el siglo XX -de la necesidad de casarse para huir de su destino a convertirse en una mujer emancipada en los setenta-, su manera de entender el oficio literario sigue estrechamente unida a la moral presbiteriana: trabajar sin hacer exhibición de los logros, casi secretamente. No es casual que la biografía que sobre ella escribió Catherine Sheldrick lleve por título A double life. Una vida doble, aquella que todos veían, la de esposa y madre, y otra tan oculta como firme y poderosa, la que le proporcionaba esa mente fantasiosa que le permitió crearse una existencia paralela desde los 12 años. Hace unos tres años publicó La vista desde Castle Rock en donde rendía homenaje a sus antepasados, acompañándoles en su viaje de Escocia a la nueva patria. Los amantes de la literatura de Munro se alarmaron cuando esta afirmó que dejaba para siempre la escritura. Por fortuna, se sintió incapaz de adaptarse a la vida de "las personas normales". Hubo de reconocer que a esas alturas de su vida no sabía hacer otra cosa. El resultado de ese regreso es este deslumbrante Demasiada felicidad, diez relatos que contienen el universo de Munro y algo más: una mujer que visita en la cárcel a un marido que le mató a sus tres hijos; una viuda que abre la puerta a un asesino; una madre que reencuentra a un hijo tras años sin tener noticias de él; dos mujeres que comparten un recuerdo inconfesable de cuando eran niñas... Todos ellos arrastrando decisiones o recuerdos que les marcaron la vida, sobreviviendo al desastre, sobreponiéndose a la adversidad como sólo saben hacerlo los personajes nada heroicos. Hay momentos en los que el lector siente que se le hiela la sangre. Sin estridencias, en apenas una frase que a menudo pasa desapercibida en una primera lectura, Munro ofrece una clave que dará luz a la historia. No son cuentos para el lector desatento. Es una escritura engañosa en su sencillez, bella y extraña, que exige una entrega en la lectura y, a menudo, una relectura para entender más hondamente lo leído. Dijo un crítico canadiense que Alice Munro "inventa la realidad". En este caso ha inventado o dado luz a una realidad sombría: "Espero que los lectores no encuentren estos relatos muy lúgubres, pero la vida casi siempre es dura". Los amantes de la literatura de Munro no esperamos otra cosa que su mirada, realista en el sentido más noble, universal como sólo pueden serlo las historias locales, cruda y siempre misteriosa.Pero es curioso que el menos munroniano de todos los relatos es el que da título al libro. Es la historia de una matemática y novelista rusa de últimos del XIX, Sofía Kovalevski, que Munro encontró por azar y de la que quedó prendada. Aunque el paisaje es ajeno a Munro, la escritora pone en boca de Sofía uno de esos pensamientos que a menudo asaltan la mente de las mujeres de sus cuentos: "Cuando un hombre sale de una habitación deja todo detrás, cuando una mujer lo hace lleva todo lo ocurrido en esa habitación con ella". Cuando leía esta suerte de novela rusa comprimida me aventuré a pensar que la escritora había tenido en mente a Chéjov mientras la escribía. Buscando en las entrevistas que le hicieron en su país me encontré con este curioso comentario que la delata como mujer apasionada y sincera: "Mientras lo escribía pensaba si Chéjov se habría enamorado de mí de haberme conocido. Creo que no, a los hombres no les gustan las mujeres como yo. Pero quién sabe, él finalmente se casó con la actriz Olga Knipper que arrastraba su propia fama, así que... Sí, es posible que yo le hubiera gustado".


2. Lisa Allardice     (New York Times)

"En la infancia hay que apartarse de lo que la madre quiere o necesita"

Alice Munro, Premio Nobel de Literatura 2013, repasa en esta entrevista su dura infancia y su carrera literaria. “Ya no puedo seguir escribiendo: en dos o tres años voy a ser muy vieja”, dice.
Satisfecha. La escritora en su cocina de Ontario, Canada, en junio de 2013. “Me apena no haber escrito una novela, pero me alegra haber escrito todo lo que escribí”, dice
Decir que Alice Munro inspira devoción entre sus lectores es más que un clisé. Para Jonathan Franzen es "la Grande". Para Margaret Atwood, "una santa literaria internacional". Para la revista New Yorker, donde se publican sus relatos desde la década de 1970, es "nuestra bendición". Luego de años de consternación respecto de "por qué su excelencia excede ampliamente su fama", como escribió Franzen en un apasionado artículo de 2004 que publicó el New York Times, el martes 10 de diciembre sus admiradores por fin podrán quedar satisfechos. Munro es Nobel de Literatura. Su hija Jenny viajará a Suecia para asistir a la ceremonia en representación suya porque Munro, que tiene en la actualidad ochenta años, no se encuentra en condiciones de hacerlo. Es la decimotercera mujer y la segunda canadiense (si se cuenta a Saul Bellow, que emigró a los nueve años) a la que se otorga el premio. "Tuvimos que esperar más de un siglo, pero por fin se le otorga un Nobel a una escritora de cuentos", dice Franzen.
"No creo que pueda seguir escribiendo. Dentro de dos o tres años voy a ser muy vieja y estaré muy cansada", dijo Munro cuando la entrevisté luego de la publicación de La vista desde Castle Rock, en el pueblo de Goderich, cerca del lago Huron, la zona donde ha vivido y sobre la cual ha escrito casi toda su vida. "¿Cuánto de mi vida he pasado en este camino, qué otra cosa podría haber hecho, cuánta energía le he sacado a otras cosas? Es muy raro pensarlo ahora, ya que mis hijos son mayores y ya no me necesitan, pese a lo cual de algún modo siento que sólo he vivido una parte de esta vida y que hay otra que no he vivido." Fue a esa altura del año que me encontré con ella y almorzamos en Bailey's Fine Dining, donde lleva a editores y periodistas (y donde almuerza todos los lunes con su amiga Emily). Nos sentamos a su mesa de siempre junto al bar mientras hablaba sobre libros, acerca de la escritura y la historia de su vida. Una banda sonora de los años 20 reforzaba el ambiente nostálgico del lugar, pero en ocasiones amenazaba con tapar su voz segura y suave en mi grabación. "Apago las luces y cierro. Hace mucho que vengo aquí." Seguimos hablando mientras afuera el cielo del sur de Ontario se oscurecía cada vez más y tomamos copas de vino blanco con agua mineral. Su esposo Gerry –un hombre alto de camisa leñadora roja-vino a buscarla y ella le pidió que esperara afuera y escuchara "El lago de los cisnes" en el auto hasta que termináramos. "No se preocupe; le encanta la música".
Gerry murió en abril de este año, y en julio Munro anunció su retiro. Sin duda su salud es todo un tema. Cuando su editor canadiense, Doug Gibson, recibió su recopilación Dear Life, de 2012, dijo que sabía que sería su último libro y que esta vez hablaba en serio. Comprende una coda a los cuatro últimos relatos: "Creo que son lo primero y lo último –además de lo más exacto- que tengo que decir sobre mi propia vida."
"En muchos sentidos, he escrito relatos personales toda la vida", dijo en Bailey's. Si se es un admirador de Munro, se estará al tanto de los problemas de la granja de zorros y visones de su infancia en la época de la Depresión, de la casa al final del camino y la enfermedad de la madre –Parkinson a los cuarenta y pocos años-, de la beca para la universidad, su temprano casamiento con un estudiante intelectual, la maternidad muy joven y el divorcio. También se reconocerán las marcas de la vergüenza y la culpa en todas las recopilaciones. "Crecí en una comunidad en la que había vergüenza", dice, haciendo referencia a su infancia rural presbiteriana escocesa-irlandesa. "Decimos que hay cosas que no pueden perdonarse o que nunca nos olvidaremos de nosotros" escribe en la última línea de Dear Life sobre el hecho de que no lograra visitar a su madre durante la última enfermedad de ésta ni asistir al entierro. "Pero lo hacemos", continúa, con su característica insistencia en una verdad absoluta. "Lo hacemos todo el tiempo."
"Es probable que los sentimientos sobre mi madre sean el material más profundo de mi vida", dice. "Creo que en la infancia hay que apartarse de lo que la madre quiere o necesita. Hay que seguir el propio camino, y eso fue lo que hice. Por supuesto, ella estaba en una posición muy vulnerable, lo cual en cierto sentido era también una posición de poder, de modo que eso fue siempre algo central en mi vida: que me alejé de ella cuando más necesitada estaba. Pero sigo pensando que lo hice para salvarme."
La enfermedad de su madre significó que se hizo cargo del trabajo de la casa y de cuidar a sus hermanos menores desde que tenía nueve años. "Quería que la casa estuviera siempre limpia. Cocinaba los sábados y planchaba la ropa de todos. Era una forma de mantener la respetabilidad. En un plano superficial era muy buena con mi madre, pero nunca me permití entrar en su esquema de cosas, ya que entonces me habría quedado y me habría convertido en la persona que llevaba la familia hasta su muerte, y para ese momento habría sido demasiado tarde para irme.
Munro suele hablar en términos de huida, ocultamiento y disimulo. Ya en ese momento encontraba una primera forma de escape a través de la lectura y la escritura, si bien sólo en su cabeza. No escribió nada durante mucho tiempo porque "me preocupaba que pudiera ser tan decepcionante o malo" que terminara por abandonar.
Después de reescribir La sirenita para darle un final más feliz, avanzó a una "continuación" ("debe haber muchísimas") de Cumbres borrascosas. Le gustaba la forma en que el paisaje formaba parte de la historia, y sabía que era el tipo de libro que quería escribir. "Mi Cumbres Borrascosas era un Canadá muy reconocible que injerté en Yorkshire." A pesar de no haber leído la novela de Emily Bronte desde hace más de cuarenta años, todavía puede citar pasajes enteros, y en una elocuente pista sobre el ángulo desde el cual aborda un relato, reflexiona: "Todos piensan que querrían ser Cathy, la mujer que Heathcliff amaba, no Isabella, la mujer con la que se casó, ¿verdad?"
La madre de Munro, una ex docente, es una criatura dominante e insatisfecha que recorre su ficción. Su padre, si bien no tenía reparos en dar una paliza a los hijos, constituye una figura más atractiva. Era "adicto a los libros", leía todos los domingos por la tarde y hasta publicó sus propios libros al jubilarse.
Si bien tuvo una infancia difícil, Munro insiste en que no fue particularmente infeliz. "Existía el mundo privado" de la escritura al cual siempre podía retirarse. "Es una suerte nacer en un lugar donde nadie escribe, ya que entonces se puede decir: 'Escribo mejor que todos los demás en el colegio secundario. No se tiene idea de la competencia." Ella y su amiga Atwood tienen "una teoría" para dar cuenta de la fuerte generación de escritoras canadienses a la que pertenecen (Carol Shields, que murió en 2003, era otra amiga). Habría sido impensable que los muchachos de la zona rural de Canadá de esa época fueran intelectuales, dado que "los límites de la masculinidad eran muy estrechos." Por su parte, se alentaba a muchas mujeres, como la madre de Munro y como ella misma, a estudiar y convertirse en maestras. "Fue así que cuando las mujeres empezaron a escribir novelas en Canadá no hubo ningún problema. Eso no quería decir que los hombres iban a leer nuestras novelas, por supuesto, sino que era aceptable que las mujeres fueran escritoras."
De vuelta a su infancia, "lo peor que podía hacerse era llamar la atención", por lo que no dijo nada sobre sus ambiciones. Obtuvo una beca para la Universidad del Oeste de Ontario, algo casi inédito en una chica de su ciudad de Wingham. En el primero de sus "períodos de disimulo" se inscribió en un curso de periodismo porque "todos saben lo que hacen los periodistas" y pasó dos años felices en "un escondite" del fastidioso trabajo doméstico. No era para Munro el escape a París al que recurrió otra cuentista canadiense, Mavis Gallant, nueve años mayor que ella y procedente de un ámbito más sofisticado. "Cuando se vive en un lugar como Wingham, se tienen muy pocas oportunidades de salir", dice. "Si se espera hasta los treinta años, una se vuelve demasiado tímida y es muy poco lo que sabe del mundo, por lo que nunca se concreta. Por eso me fui. Me casé, lo cual fue una decisión muy afortunada."
Ese frío pragmatismo no debe sorprender a los lectores de los cuentos de Munro. En "The Beggar Maid", por ejemplo, Rose acepta casarse con Patrick, pusilánime pero privilegiado, "porque no parecía probable que volvieran a hacerle una oferta de ese tipo." En esos días, dice Munro, "si no se estaba casada a los veinticinco años, se era una fracasada- Desde el colegio secundario sentía que no le caía bien a todo el mundo. Por eso pensé: 'Le gusto a alguien. Un milagro.'"
Como destaca el narrador en "Chance" haciendo referencia a Juliet, que aparece en un trío de relatos autobiográficos: "El problema residía en que era una chica. Si se casaba –lo cual podría pasar, y no era nada fea tratándose de una becaria; en absoluto-, desperdiciaría todo lo que había trabajado, y si no se casaba era probable que se volviera sombría y aislada, con lo que perdería atractivo a los ojos de los hombres."
Tenía veinte años cuando se casó con Jim Munro, que era gerente de las grandes tiendas Eaton's. La pareja se instaló en el norte de Vancouver, y para cuando cumplió los veintiséis años, Munro tenía tres hijas. La segunda, Catherine, murió cuando tenía apenas dos días. Una cuarta, Andrea, nació nueve años después. "Por eso estuve bastante limitada a los veintitantos." Pero leyó "todas las novelas europeas que había que leer", así como a los escritores góticos –Eudora Welty, Flannery O'Connor, Carson McCullers-, cuya influencia es evidente en su trabajo. Por eso aprovechaba cada momento libre –"las siestas (de las niñas) eran muy importantes"- para escribir. En sus memorias, Vidas de madres e hijas, Sheila Munro recuerda que su madre escribía "en un lavadero, y su máquina de escribir estaba entre un lavarropas, un secarropas y una tabla de planchar. En realidad, podía escribir prácticamente en cualquier lugar de la casa." La escena constituye casi una caricatura que ilustra el rótulo de "relatos domésticos" que a Munro le ataron al cuello como un delantal (ese título apareció en una reseña del New York Times en 1983). En 1961, después de publicados algunos relatos en pequeñas revistas y de que se los leyera en radio, el Vancouver Sun publicó un artículo sobre ella titulado: "Un ama de casa encuentra tiempo para escribir cuentos."
En 1963 la familia se trasladó a Victoria, en la isla de Vancouver, donde Jim Munro abrió una librería, Munro's Book Store, las celebraciones por cuyo quincuagésimo aniversario coincidieron con el anuncio del Nobel. Ahora sostiene que "ser un ama de casa" y no tener que preocuparse por un empleo ni por el ingreso fue lo que le hizo posible escribir. De todos modos, recuerda haber visto en un negocio La mística femenina, de Betty Friedan, que acababa de publicarse, y haber tenido miedo de leerlo porque era "sobre la renuncia, y yo estaba en un momento en que temía haber renunciado, ya que no había publicado nada. Fue entonces cuando caí en la depresión."
Esa sensación de asfixia se manifestaba en síntomas físicos: "No puedo respirar. No puedo respirar. Tengo que tomar un sedante", dice al evocar su desesperación en la calma de Bailey's. Durante unos dos años, "escribía parte de una frase y luego tenía que detenerme. Había perdido las esperanzas, la fe en mí misma. Tal vez era algo que tenía que experimentar. Supongo que era porque todavía quería hacer algo importante, importante a la manera de los hombres."
Por "importante" se refiere a escribir una novela. "Trataba una y otra vez de escribir una novela, pero nunca funcionaba. Después de que se publicaron mi segundo, tercer y cuarto libros, las editoriales seguían esperando que escribiera una novela. Yo sentía que estaba perdiendo el tiempo." La mañana que nos encontramos, dijo que acababa de leer una reseña de una novela corta en New Yorker y se preguntaba: "¿qué tan corta?" En un momento, dice su agente, Virginia Barber, que hace mucho que dejó de pedirle una novela, "sus relatos se extendieron tanto que casi lo logramos."
¿Aún lamenta no haber escrito una novela? "Sí, me apena no haber escrito muchas cosas, pero me alegra haber escrito todo lo escribí, ya que cuando era más joven hubo un momento en que existieron muchas probabilidades de que nunca escribiera nada. Estaba demasiado asustada."
En 1968, Munro publicó su primera recopilación, La danza de las sombras felices, que comprendía todos los relatos que había escrito en los anteriores quince años. (El cuento que da título al libro hizo llorar a Atwood porque "era muy bueno"). Un domingo por la tarde del año siguiente, Jim, que "sentía que en mi había algo bueno que se estaba desperdiciando", la envió a la librería a escribir con la promesa de que él prepararía la cena. "La verdad es que preparar la cena no era su punto fuerte –hacía buenas albóndigas, pero era lo único que sabía cocinar-, aunque de todos modos lo hizo y yo bajé a la librería. Al principio me resultó muy difícil, porque estaba rodeada de todos esos libros. Los libros la disuaden a una de escribir, pero logré ignorarlo." El resultado fue La vida de las mujeres, que suele calificarse de su única novela pero que ella describe como "sólo una serie de relatos vinculados."
Atribuye el fin de su bloqueo al descubrimiento de Edna O'Brien y William Maxwell, quien le dio permiso para escribir "sobre la familia y sobre la propia historia, y para hacerlo una y otra vez, sin importar lo que la gente diga, y aprender cada vez más sobre eso. Una vez dijo que había obtenido todo el material que necesitaba a los ocho años de edad, porque en ese momento murió su madre."
En O'Brien reconoció "el dolor del amor" con su madre, así como una comunidad igualmente sofocante en la Irlanda católica: "algo relacionado con la vida de los márgenes del imperio británico, donde se habla la lengua pero no se forma del todo parte de ese mundo. Inspirarse en O'Brien, dice, "es mucho más reconfortante que inspirarse en Cumbres borrascosas. Es el mundo real."
O'Brien también le dio valor para escribir sobre sexo. Todo el que conozca a Munro sólo por su reputación –madres infelices y solteronas de pueblo- se sorprendería al comprobar lo buena que es al escribir sobre el sexo. "Enamorarse, calentarse, engañar cónyuges y disfrutarlo, decir mentiras sexuales, hacer cosas vergonzosas por un deseo irresistible, hacer cálculos sexuales sobre la base de la desesperación social: pocos escritores han explorado esos procesos de forma más minuciosa e implacable", escribe Atwood. Al escribir sobre la sexualidad femenina, dice Munro, "se hace algo de lo que no se enorgullecerá a nadie. Cuando se escribe se siente la necesidad de ir lo más lejos posible. Una siente que está mal, a pesar de lo cual no lo lamenta."
Luego llegaron los años 70, y una generación más joven derrumbó de la noche a la mañana las normas contra las que se habían rebelado adolescentes de posguerra como O'Brien y Munro. Pero eso no significó que las mujeres que se habían convertido en buenas amas de casa de los años 50 cuando tenían apenas veintitantos años no se sintieran inquietas. "A los treinta y tantos años, aún éramos jóvenes, y sentíamos que la vida no había terminado. Fue una verdadera revolución, tanto para los hombres como para las mujeres. La gente empezó a tener aventuras y a pensar que la vida podía ser mucho mejor, o diferente." En 1973, el matrimonio de Munro fue una de las tantas víctimas de la nueva actitud. "Era lo que había que hacer", dice como si tal cosa.
Tenía algo de dinero en el banco y un tercer libro a punto de publicarse, pero por primera vez en su vida tenía que pensar en ganar dinero, por lo que aceptó un trabajo como docente de escritura creativa en la Universidad de York en Toronto. Sólo duró hasta Navidad, porque "no era nada buena en eso. No lo soportaba." La docencia podrá haber sido un desastre, pero el traslado al sur de Ontario fue un momento decisivo para Munro, tanto en el plano personal como en el profesional. En un giro narrativo que parecía salido de uno de sus relatos, se encontró con Gerry Fremlin, que había sido editor de la revista estudiantil cuando Munro iba a la universidad y era la primera persona a la que ella le había enviado su trabajo. Fremlin le escribió como admirador, pero a ella le resultó decepcionante que él sólo admirara su escritura. Se encontraron en Ontario y "tres martinis después", cuenta, ya estaban juntos.
Al final de La vida de las mujeres hay un pasaje muy citado y, en retrospectiva, profético: "La vida de la gente, en Jubilee como en otros lugares, era aburrida, simple, asombrosa, insondable: profundas cuevas tapizadas con linóleo de cocina. No se me ocurrió que un día sentiría tantas ansias de Jubilee." Más de veinte años después de su escape de Wingham, volvió a Clinton, a 30 kilómetros de esas "profundas cuevas tapizadas con linóleo de cocina" de su infancia, esta vez a vivir con Gerry en la casa donde éste había nacido porque su madre estaba enferma.
A partir de ese momento, "volcó su vida en sus relatos", dice Gibson, con la que firmó contrató en 1976 y que ha sido su agente desde entonces. "Cuando volvió, descubrió que ese era su mundo, y el mundo que iba a informar su escritura durante el resto de su vida."
"Amo este paisaje", me dice. Gerry, que es geógrafo, la ha ayudado a apreciarlo de nuevas maneras. "Empecé a recordar más cosas que habían pasado aquí y creo que comencé a escribir relatos más rigurosos." Sus historias se hicieron menos personales; su prosa, más simple, mientras que la narrativa se volvió más extensa y compleja. Virginia "Ginger" Barber se convirtió en su agente internacional a fines de los años 70 y empezó a vender sus relatos a la New Yorker. Los primeros que publicó la revista fueron "The Beggar Maid" y "Royal Beatings". Su presencia es ahora tan habitual que un par de críticos se han referido a sus relatos de forma algo irónica como "relatos breves de clásico estilo New Yorker", populares, en opinión de uno de ellos, entre los lectores urbanos "que se preguntan cómo era la vida en el campo." Con los años, Barber observó que sus temas se fueron ampliando. "No hay tanto énfasis en la relación madre-hija, aparecen el amor romántico y sus complicaciones, así como los hijos. A medida que su vida cambiaba, también lo hacían sus cuentos. No eran necesariamente autobiográficos, sino que reflejaban las circunstancias." Cada tres o cuatro años aparecen recopilaciones, que ya suman catorce.
Barber también fue responsable de la publicación de Munro en Gran Bretaña. A Carmen Callil le entusiasmó la idea de que Munro fuera uno de sus primeros contratos al incorporarse a Chatto procedente de Virago en 1982: "Ginger me dijo: 'Te tengo un regalo maravilloso, la mejor escritora que tengo', y era Alice Munro."
Cuando nos encontramos, Munro dice que le preocupa un relato que pronto se publicará en la revista Harper's porque piensa que el orden de los "segmentos" no es el correcto. "He estado pensando tanto en eso, que quiero escribir a Harper's y pedir que me lo devuelvan." Tiene un "estilo poco común que pasa por ir de A a M, luego de J a C y después hasta la Z. Como por arte de magia, luego todo se integra y adquiere un sentido perfecto", dice Gibson, que considera que su principal papel es el de "arrancarle cada relato para poder publicarlo." Munro ni siquiera tiene una habitación para ella, dice Gibson, y trabaja en un pequeño escritorio austero en un rincón de la sala principal ("Gerry suele preparar sándwiches más atrás"). "Hay un lugar maravilloso en la planta alta de la casa", observa su editora estadounidense, Ann Close, "desde el que puede ver el jardín y, más allá, vías de tren y el campo, y es ahí donde elabora mucho de sus relatos."
Ginger Barber nunca llama antes de las once de la mañana, ya que sabe que es la hora a la que escribe. Tiene una foto que atesora, que llegó por correo junto con uno de los manuscritos, en la que se ve a Munro sentada en el sofá en camisón, despeinada, escribiendo en un cuaderno que tiene apoyado en la falda. "El lápiz se desliza por la página." Escribe todo a mano, "tal como surge, y luego reordeno, reescribo y reescribo. Me puede llevar por lo menos seis meses. Hasta me puede llevar un año. Reescribo una y otra vez." Trabaja años en algunos relatos. Con frecuencia transcurren en el pasado, y muchos lo hacen en los años 60 y 70 porque "fue el momento más turbulento e interesante que viví en el plano personal." Cuando le pregunto si está siempre observando a la gente, preguntándose sobre su vida y su historia, me contesta con un firme no. "Siempre he tenido material suficiente. Tengo siempre material de sobra." Sin embargo, le preocupa no seguir el ritmo de la época, no en términos de "poblar" su trabajo de cosas modernas (un teléfono celular hizo su primera aparición en un reciente relato), sino de la forma en que habita sus personajes. "¿Cómo puedo seguir escribiendo si sé tan poco? Es muy poco lo que sé de la vida de la mayor parte de quienes tienen en la actualidad menos de treinta años. Tengo una idea de cómo es su vida en el plano sexual, pero tampoco una idea muy clara."
Tanto sus relatos como su conversación reflejan la preocupación por las limitaciones impuestas a las mujeres. "Mucha gente me pregunta por qué no he querido ampliar mi perspectiva. Me dicen: 'Es tan estrecha, todo transcurre en el lugar donde creció.' No dicen que es 'femenino' –nadie se atreve a decirlo-, sino que es... personal, y se considera que es algo que podría haber superado. Pienso que todo eso es basura, pero eso no impide que sienta... ¿por qué no lo hice?"
No pone excusas por el hecho de escribir sus relatos en los breves momentos de los que dispone una madre. Es su forma de escribir, si bien piensa que puede tener alguna relación con saber que siempre podrá terminar lo que empiece.
¿Por qué sus relatos son tan admirados?
"Tal vez escribo historias con las que la gente se identifica; tal vez sea por la complejidad y las vidas que presento. Espero que sean una buena lectura. Espero que movilicen a la gente. Cuando me gusta un relato es porque tiene un efecto" -se lleva un puño cerrado al corazón- "porque es un golpe directo al pecho." La descripción que hace del efecto de "La dama del perrito", de Chejov, describe a la perfección el suyo: el clima de la historia se nos mete en los huesos.
"Es algo maravilloso para mí y algo maravilloso para el cuento", dijo a la fundación Nobel luego de que se le otorgara el premio. "Suele minimizarse (el cuento) como algo que la gente hace antes de escribir una novela (...) Me gustaría que pasara a un primer plano sin ningún tipo de ataduras."
El domingo 21 de agosto de 2011 un tornado azotó Goderich y demolió varias de las viejas construcciones. Bailey's fue uno de los lugares más afectados. "Un caso de desaprobación divina", bromeó Munro. Un accidente extraño, una tragedia personal; todo podría salir de las páginas de un relato de Munro, entre otras cosas la estructura, así como la vergonzosa demora entre mi entrevista y su publicación. "Me gustan los hiatos; en todos mis cuentos hay hiatos", ha dicho Munro. "Parece ser la forma en que se presentan las vidas de la gente."
(Traducción de Joaquín Ibarburu)

3. Nadie como ellaAntonio Muñoz Molina  (BABELIA, 8 DIC 2012)

La rigidez moral de los 50 está presentes de un modo u otro en las historias del último libro de Alice Munro, 'Dear life'


Al final o cerca del final de casi cada cuento de Alice Munro hay que regresar al principio. Un quiebro ha sucedido y la historia ha cambiado de dirección tan bruscamente como si uno hubiera saltado unas páginas y se encontrara leyendo otro cuento; algo queda tan inexplicado que uno vuelve a las primeras páginas en busca de un nombre o de una información clave en la que no reparó; o simplemente uno vuelve al principio por el gusto de leer entera otra vez la historia, por el placer de observar con qué astucia y en cada momento pequeños indicios fueron señalando —para quien prestara la debida atención— que en realidad el cuento era otro cuento, que por debajo de lo dicho discurría un caudal subterráneo que es el rumor que le avisa a uno de que la literatura se escribe callando no menos que contando, y que más allá de lo que vemos y escuchamos y de lo que descubrimos en momentos singulares de lucidez o perspicacia hay cosas que no sabremos nunca, espacios en blanco a los que no llegan el conocimiento ni el recuerdo y que sería fútil rellenar con ficción.
Una mujer mayor que ha tenido algunos problemas de memoria sin importancia llega al barrio desconocido para ella en el que está la consulta del médico y descubre que ha olvidado en casa el papel donde apuntó el nombre. Un veterano vuelve de la guerra en el verano de 1945 y cuando después de un largo viaje a través de Canadá le falta menos de media hora para llegar a su pueblo salta del tren en marcha, aprovechando que ha reducido mucho la velocidad en una curva, y se acerca a una granja en la que vive una mujer sola. Un ama de casa joven que ha publicado por primera vez unos poemas en una revista es invitada a una fiesta de escritores en la que nadie le hace caso y se emborracha tanto que tiene que sentarse en el suelo, y un desconocido la ayuda a levantarse y la lleva a casa, y cuando ella va a salir del coche él le dice que ha tenido la tentación de besarla. Una maestra muy joven viaja en mitad del invierno hacia su primer trabajo en un sanatorio para niños tuberculosos que está cerca de un lago helado. Un arquitecto joven, casado, con hijos, se hace amante de la hija de un potentado local, y durante años él y ella han de pagar el dinero del chantaje que les hace una criada que descubrió el enredo por casualidad. Un niño ve que su hermana mayor está a punto de ahogarse en una laguna y corre a pedir ayuda y luego no recuerda por qué motivo se sentó en los escalones a la entrada de su casa en lugar de golpear la puerta. Una mujer casada con un hombre doce años mayor que ella recibe a una vendedora de cosméticos a domicilio, y cuando el marido, un profesor, un poeta célebre, vuelve a casa, él y la vendedora se quedan hechizados mirándose porque tuvieron una historia de amor muchos años atrás, cuando él era soldado y estaba a punto de partir para la guerra.
Los años de la II Guerra Mundial, los tiempos oscuros de la Gran Depresión, la rigidez moral de los cincuenta, el gran cambio que sobrevino muy poco después, están presentes de un modo u otro en las historias del último libro de Alice Munro, Dear life. El contraste del ayer lejano y el ahora ha sido siempre uno de sus motivos centrales, y con él la brusquedad de los cambios, en las costumbres y en las vidas, la libertad conquistada o encontrada, sobre todo para las mujeres, y junto a ella una desolación o una crudeza que habrían sido como el reverso inevitable de todo lo que se ganó: las calles vacías y las tiendas cerradas en el corazón de las pequeñas ciudades arruinadas por la omnipresencia del coche y de los centros comerciales; los viejos que ayer mismo eran fuertes y jóvenes extraviados en espacios impracticables que no comprenden; los nombres y las vidas de los muertos que se disuelven rápidamente en un olvido que será definitivo cuando desaparezcan también los últimos que los recordaban, o cuando el Alzheimer les vaya borrando la memoria.
En libros anteriores, incluido el penúltimo, Demasiada felicidad, Alice Munro se ha movido con solvencia entre un mundo y otro, entre el presente observado con un máximo de agudeza y los pasados sucesivos que se remontaban hasta su infancia e incluso más atrás, hasta la memoria de los emigrantes escoceses que viajaban a Canadá en el siglo XVIII dispuestos a sobrevivir en circunstancias durísimas, en un continente de llanuras sin límite y de inviernos polares. Nacida en 1931, ella tuvo tiempo de conocer la aspereza de aquellas vidas, antes de la prosperidad que trajo por primera vez la guerra, antes de la calefacción central, los electrodomésticos, las autopistas, la fiesta del consumo mezclada con la alegría de la emancipación sexual.
Ahora, a los 81 años, es lícito que en sus historias, las inventadas y las otras, prevalezca el pasado. Eso no quiere decir que Alice Munro capitule a la nostalgia. Incluso su agudeza es ahora más afilada porque ha ido todavía más lejos en el despojamiento de su escritura, que ahora tiene brevedades lapidarias, frases comprimidas sin verbo y párrafos que consisten en una sola palabra y un punto y aparte. Una palabra del todo común o un nombre propio le bastan para titular la mayoría de los cuentos: Amundsen, Gravel, Haven, Pride, Corrie, Train, Dolly, Night, Voices. En cada uno de ellos están las fronteras visibles o secretas a las que se asoma cualquiera en su vida, las que se dejan atrás y las que nunca llegan a cruzarse, las que separan desde el nacimiento a los seres humanos, en pobres y en ricos, en hombres o mujeres, en atrevidos o cobardes; la frontera entre el que vive en la ciudad y quien ve sus luces desde lejos, entre el momento anterior a un encuentro definitivo y lo que viene después, entre los actos imaginados y los actos cumplidos, las palabras dichas y las que se quedan en el silencio.
En la última sección del libro, Alice Munro, que ha construido tantas ficciones con los materiales de su biografía, decide atenerse a unos cuantos recuerdos explícitos, cuatro estampas separadas entre sí que tienen algo de confesión y de despedida: “… las primeras y las últimas cosas —y también las más fieles— que tengo que decir sobre mi propia vida”.
No son grandes experiencias, o no aparentan serlo. Ni siquiera son historias con tramas definidas, con principio final. Casi nada sucede en ellas, salvo las sensaciones de la infancia, esa mezcla de percepción muy viva e información fragmentaria que llena de misterios unas veces confortadores y otras amenazantes la vida de un niño. Y la lectura que piden no es la de la prosa sino la de la poesía: un regreso al principio después del final, una revelación de algo que no se agota porque está en las palabras y un poco más allá de ellas.

  

4. Comentarios de Alice Munro:

-          La vida de la gente en Jubilee, como en todas partes, era aburrida, simple, asombrosa e insondable, cuevas profundas cubiertas de linóleo de cocina”.
-          “Ya no sirvo para una vida normal: he escrito tantos años que no se hacer nada más”.
-          “What I want in a story is an admission of chaos”.
-          “Si vives lo suficiente, descubres que con tus hijos has cometido errores que no te molestaste en ver, además de los que viste perfectamente”.
-          “Cuando un hombre sale de una habitación se deja todo en ella. Cuando sale una mujer se lleva todo lo que ha ocurrido allí”.




5. El relato breve para Alice Munro es:

-          un fragmento significativo de la vida (Naranjas y manzanas)
-          la vida carece de coherencia
-          visión diferente de lo cotidiano
-          el relato es solo una página de la vida: Alice Munro no puede escribir una novela sino momentos, “trechos”
-          en sus relatos, al igual que Virginia Wolf, Joyce y Proust, la acción es reemplazada por la memoria. No hay cambios  ni en la acción ni en el movimiento de la historia sino reconstrucción de una situación o un personaje
-          para A. Munro el relato corto/cuento  consiste en la travesía que realiza un solo aspecto del mundo imaginario a través del tiempo
-          la serie biográfica temporal queda interrumpida y la representación de la vida humana se lleva a cabo mediante la enumeración analítica
-          algunos temas que se repiten: la soledad, la imposibilidad de comunicación, el aislamiento, la no pertenencia, la otra realidad secreta, casi maligna, que nos rodea

-          personajes marginales que el narrador va analizando

FICHA ELABORADA POR ANAÍ MARTÍNEZ VALIENTE

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